Rusia: César Vallejo llega a Moscú y estas son sus impresiones

 

Aprovechando la coyuntura del Mundial de fútbol, rescatamos este texto del poeta César Vallejo incluido en el libro “Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin”. En estas líneas leeremos las primeras impresiones del vate al llegar a la Rusia revolucionaria.

 

Por César Vallejo

Si el arribo a Moscú es por la mañana y viniendo del Norte, la ciudad queda de lado y a dos piernas, con el Moscova de tres cuartos. Si la llegada es por la tarde y viniendo del Oeste, Moscú se pone colorado y los pasos de los hombres ahogan el ruido de las ruedas en las calles. No sé cómo será la llegada a Moscú por el Este y al mediodía, ni cómo será el arribo a medianoche y por el Sur. ¡Una lástima! Una falta geográfica e histórica muy grave. Porque para poseer una ciudad certeramente, hay que llegar a ella por todas partes.

Si Paul Morand* hubiera así procedido en Nueva York, El Cairo, Barcelona, Roma, Bombay, sus reportajes no sufrirían de tamaña banalidad. Esta vez llego a Moscú al amanecer. El tren viene de Leningrado, y es en los comienzos del otoño. Un kulak y dos mujiks viajan en mi compartimiento, que aun siendo de tercera clase, lleva cuatro camas, como un camarote. En Rusia, tanto los pasajeros de pullman como los de tercera, disfrutan de una cama ferroviaria. Porque el pullman existe actualmente en Rusia. «¿Cómo? —se preguntan las gentes en el extranjero—. ¿Subsiste la división de clases y las categorías económicas en los ferrocarriles soviéticos?… ¿Cuál es entonces la igualdad introducida por la revolución…? En un país donde impera la justicia y donde no hay ricos ni pobres, tampoco debería haber primera, segunda ni tercera…» Pero en estas exclamaciones se padece de dos errores. En primer lugar, se yerra al suponer que la igualdad económica puede producirse y reinar, de la noche a la mañana, por un simple decreto administrativo o por acto sumario y casi físico de las multitudes, como si se tratase de la nivelación topográfica de un camino o de un jardín. La igualdad económica es un proceso de inmensa complejidad social e histórica, y su realización se sujeta a leyes que no es posible violentar según los buenos deseos de los individuos y de la sociedad. La democracia económica depende de fuerzas y directivas sociales independientes, por así decirlo, de la voluntad o capricho de los hombres. Lo que, a lo sumo, puede hacerse es transformar el ritmo y la velocidad del proceso, pero no forzarlo con medidas eléctricas y mapas o menos mágicas. No es, pues, serio atribuir al Soviet el poder de realizar de golpe y en los trece años que lleva en el Gobierno, la democracia económica completa, y tan completa que pueda ya reflejarse en mínimas relaciones de la vida colectiva, como es la cuestión de las clases de los trenes. El otro error reside en que, aun suponiendo que la igualdad económica fuese un hecho absolutamente logrado en el Soviet, se olvida que en Rusia hay extranjeros de paso y que estos extranjeros son, en su mayoría, ricos. El Soviet no puede obligar a un millonario yanqui, inglés o alemán, a que sea pobre o viaje como pobre. Si así lo hiciese, nadie iría a Rusia y se llegaría al aislamiento de este país del resto del mundo. Precisamente, la primera de todos los trenes rusos va ocupada exclusivamente por extranjeros.

Al entrar el tren en Moscú, son las siete de la mañana. Un sol caliente sube por un cielo sin nubes. No se produce en el tren ese aprieto y tumulto que se ve en otros países a la llegada a una estación. ¿Por qué? Entre otras causas, porque el número de pasajeros que van a bajar en Moscú es relativamente reducido, y su descenso del tren puede, en consecuencia, realizarse holgadamente. Con idéntica holgura ha subido y bajado mucha gente en las distintas estaciones del tránsito. Y esta ausencia de prisas y congestiones en el movimiento de pasajeros es fruto del nuevo calendario que el Soviet acaba de poner en vigencia, en reemplazo del antiguo calendario religioso. Se ha instaurado el año de trabajo continuo, con la semana de cuatro días laborables y uno de reposo. Este último no es el mismo para todos los trabajadores. Una rotación especial de las semanas establece que cada quinta parte de la población disfrute de reposo hebdomadario el día en que las cuatro quintas partes restantes trabajan. De este modo, y siguiendo el turno, para unos el día de reposo es hoy; para otros, mañana; para otros, pasado mañana, y así sucesivamente. Se ha instituido, de otro lado, el día de trabajo continuo, y los equipos de obreros se suceden siguiendo una rotación destinada, asimismo, a repartir el tráfico por igual entre todas las otras horas del día. El tiempo así estructurado ha producido, entre otros resultados prácticos y económicos realmente sorprendentes —tales corno el añadir sesenta días más de trabajo a la producción económica anual—, la descongestión automática del tráfico.

Los trenes llevan todos los días un número más o menos uniforme de pasajeros; no hay en las estaciones días y horas de angustiosa aglomeración al lado de otros de vacío absoluto. Esto, que los países capitalistas más importantes no pueden realizar, pese a los innumerables ensayos emprendidos por la Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos y Francia, ha sido resuelto de golpe por el Soviet. Cuando el extranjero baja del tren y entra en las calles de Moscú, a sus restaurantes, a sus teatros, clubs obreros, bazares, cinemas y demás focos de aglomeración ciudadana —cualquiera que sea la hora, el día o el mes del año—, palpa de modo más directo aún los beneficios del nuevo calendario soviético sobre el movimiento de la ciudad. Ningún embotellaje. Ningún espectáculo de desorden, de disputa e imprecaciones del público, motivado por la congestión de la multitud. Ningún servicio ad hoc de policía. No circula ciertamente en Moscú la enormidad de vehículos que circula en Nueva York, en Londres, en París, en Berlín, en Viena. Pero la población de Moscú (dos millones y medio de habitantes) es, con relación a su área y capacidad de alojamiento, superior a la de cualquiera de las urbes capitalistas, y ella va creciendo día a día y con rapidez pasmosa. De otro lado, la intensidad y orden del tráfico de una ciudad no se reflejan tanto en las calles, sino en otros centros y núcleos colectivos, destinados al trabajo, al comercio y a los espectáculos públicos. Es aquí donde el Soviet deja ver la forma armónica y radical con que se ha resuelto en Rusia el problema del tráfico urbano. Una vez más hay [que] convencerse de que los problemas sociales deben ser afrontados en sus bases económicas profundas, y no en sus apariencias. La cuestión del tráfico no es del resorte policial ni municipal; ella es más bien esencialmente económica, y su solución no es tan fácil como se imagina cualquier prefecto de policía capitalista, sino que está entrañada y depende de la estructura intrínseca del Estado y de las relaciones sociales de la producción. La dación de un nuevo calendario destinado a organizar científicamente las exigencias modernas del movimiento urbano, no puede venir sino de un Gobierno socialista, cuya gestión se apoya en la síntesis organizada y realmente soberana de los intereses colectivos. En el Estado burgués, la anarquía y contradicciones que emanan de la división de la propiedad, impiden las transformaciones de conjunto, y cualquier medida que, en una u otra forma, contradiga o hiera una parte de los intereses particulares en juego, resulta literalmente imposible.

 

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Burgo, entre mongol y tártaro, entre búdico y cismático-griego, Moscú es una gran aldea medieval, en cuyas entrañas maceradas y bárbaras se aspira todavía el óxido de hierro de las horcas, el orín de las cúpulas bizantinas, el vodka destilado de cebada, la sangre de los siervos, los granos de los diezmos y primicias, el vino de los festines del Kremlin, el sudor de mesnadas primitivas y bestiales. Cada rincón de la ciudad lo testifica plásticamente: su plano irregular y abrupto, sus muros amarillos y blancos, las calzadas empedradas, los tejados rojos y salpicados de musgo; en fin, el decorado elemental y asiático. Solo que junto a las ruinas del pasado anterior a 1917, se advierten las ruinas y devastaciones producidas por la revolución de octubre y las guerras civiles que la siguieron. El bombardeo, los saqueos y destrucciones se hallan aún impresos en las puertas desquiciadas, en las ventanas rotas, en los techos volados, en los muros partidos, en los monumentos y edificios mutilados. Especialmente, las iglesias, los palacios y las estatuas sufrieron una revisión histórica implacable. Se ve que, aparte de la ruinosa ciudadela de Iván el Terrible, sobrevive allí la ruinosa ciudadela de la revolución, es decir, los vestigios de un tremendo huracán político. Pero, además de ser Moscú un conjunto de ruinas prerrevolucionarias y un conjunto de escombros de la revolución, es la capital del Estado proletario.

La urbanización obrera se acelera con ritmo sorprendente. Esta urbanización abraza dos actividades: construcción de casas totalmente nuevas y transformación de las antiguas en alojamientos colectivos para obreros. Una tercera parte de la ciudad es ya nueva. A la margen izquierda del Moscova, la casi totalidad de las casas son de reciente construcción. ¿Su estilo? Un estilo rigurosamente soviético. Sobriedad de concepción, líneas simples, ángulos rectos, material sólido, ingeniería despreocupada del absorbente mito monumental y decorativo de la arquitectura de occidente. Nada más lejos, por otro lado, de la miseria arquitectónica de las casas para obreros que el capitalismo construye —cuatro muros y un techo—, como si se tratase de encerrar en ellas, no ya a seres humanos, sino a boyadas de trabajo o ganado de carnal. Las casas proletarias del Soviet son amplias, confortables, higiénicas. Sobre todo, higiénicas. Cada casa es una pequeña ciudad, con jardines, bibliotecas, salas de baño, clubs y hasta teatro. Nada de colorines murales. Nada de banal ni de superflub. Nada de barroco ni de churrigueresco. Se ha pretendido asimilar estas construcciones al rascacielo de Nueva York y a la nueva arquitectura alemana. Mas ni esta ni aquél reúnen, como la arquitectura soviética, el confort y la sencillez, la elegancia y la simplicidad, la solidez y la belleza. A cada uno de estos tres aspectos urbanos de Moscú corresponde un sector social particular. La población reaccionaria se destaca y diferencia rotundamente del elemento bolchevique y de las masas obreras soviéticas. Son tres capas sociales, cuya mentalidad, costumbres e intereses diversos y, a veces, opuestos, coexisten, sin embargo, en la ciudad actual. Luc Durtain lo ha constatado, en parte, aunque clasificando la población por generaciones, es decir, con criterio individualista, en lugar de clasificarla según los ciclos del progreso social, es decir, con criterio colectivo. Luc Durtain sigue un procedimiento geológico y, para estudiar el fenómeno ciudadano, le da cortes verticales, en lugar de seguir un procedimiento biológico, seccionándolo horizontalmente. Luc Durtain, siendo médico, olvida el método de Darwin. Nos gustaría ver cómo Durtain estudia un tallo, cortándolo fibra a fibra, en vez de darle cortes horizontales.

 

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Contemplando el panorama de Moscú, desde una de las torres del Kremlin, pienso en la ciudad del porvenir. ¿Cuál será el tipo de la urbe futura? La ciudad del porvenir, la urbe futura, será la ciudad socialista. Lo será en el sentido en que Walt Whitman concibe el tipo de gran ciudad: como el hogar social por excelencia, donde el género humano realiza sus grandes ideales de cooperación, de justicia y de dicha universales. Lo será en el sentido en que Marx y Engels la conciben: como la forma más avanzada de las relaciones colectivas, cuando la sociedad cesa de ser una jauría de groseros individualismos, un lupanar de instintos bestiales —y menos que bestiales, viciosos—, para empezar a ser una estructura política y económica esencialmente humana, es decir, justa y libre y de una libertad y una justicia dialéctica, cada vez más amplias y perfectas. ¡La ciudad del porvenir! ¿Dónde, en efecto, y mejor que en la ciudad socialista, podrá producirse ese maravilloso fenómeno futuro? Porque la ciudad del porvenir ha de ser construida sólo por el socialismo, y ella misma ha de ser la más prodigiosa cristalización socialista de la convivencia humana.

Concebir la urbe del porvenir dentro del sistema capitalista —como lo hacen los filósofos, profetas, políticos y escritores burgueses— es un absurdo y un contrasentido. Equivale a pretender edificar un rascacielo de mil pisos con barro o cualquiera otro de los materiales deleznables y rudimentarios empleados en las construc-ciones primitivas. No es la ciudad del porvenir Nueva York. El simple espectáculo de sus maravillas mecánicas no la inviste del título ni de las cualidades suficientes para ser la urbe del futuro. Estas maravillas mecánicas constituyen apenas uno de los materiales —el más anodino— del tipo de ciudad a que aspira la humanidad. Indudablemente, el confort material, las facilidades de rapidez y precisión con que el progreso industrial encauza y motoriza la vida urbana, son necesarios a la ciudad del porvenir. Mas no basta que la sociedad produzca y consuma estos elementos de vida, al azar. Menester es que su reducción y consumo se democraticen, se socialicen. Menester es socializar el trabajo, la técnica, los medios e instrumentos de la producción, de una parte; y de la otra, la riqueza. El mundo de los justos no es posible sin esta doble socialización. ¿Los Estados Unidos la han realizado? El capitalismo, en general, lleva consigo, según Marx, los gérmenes de ambos procesos. Pero en los Estados Unidos, el progreso de la técnica ha determinado únicamente una cierta socialización del trabajo. Los medios e instrumentos de la producción —fábricas y tierras— y los productos, continúan de propiedad de unos cuantos. La fabricación de un alfiler es obra de cincuenta obreros; está socializada, está hecha en sociedad. Pero el dueño del alfiler, el que se aprovecha de su venta —una vez deducida una mínima parte para el pago de los jornales—, es un solo patrón, dos o cuatro. A Nueva York le falta, pues, la socialización integral del trabajo, de las fábricas y de los productos. Mientras en los Estados Unidos la propiedad, el trabajo y la riqueza no se hayan socializado integralmente, no es ni será Nueva York la ciudad del porvenir. Para que las maravillas mecánicas y eléctricas de Nueva York hagan de esta urbe la ciudad del porvenir, deben ser socializadas en su creación y en su aprovechamiento. Si esto no sucede y si, por el contrario, la propiedad, los progresos de la técnica, el trabajo y los productos se basan, como hasta ahora, en la injusticia, en la explotación de la mayoría por una minoría y en la división de clases, Nueva York seguirá siendo una selva de acero en que se desarrolla el drama regresivo y casi zoológico de millones de indefensos trabajadores, devorados por unos cuantos patrones, y sus maravillas industriales —tan decantadas ya y exageradas—seguirán siendo el producto sangriento e inhumano de ese drama.

 

*Paul Morand, poeta, novelista y diplomático francés.