¿Por qué leo novela negra?

Rescatamos y desempolvamos este valioso artículo del poeta Francisco Bendezú publicado el 12 de setiembre de 1982 en el suplemento El Caballo Rojo, de El diario de Marka.

 

Por Francisco Bendezú

Desde la pubertad, vale decir desde 1940, cuando campaban por sus respetos Sherlock Holmes ( ¡todas las impecables deducciones y asépticas aventuras del misógino y morfinómano caballero inglés y su leal, netamente segundón y fascinado ayudante Watson!), Philo Vance —el erudito, elegante y displicente detective del olvidado van Dine —, el inefable Baffles (John C.) y toda la equívoca fauna de Ernest William Hornung (1866-1921), el calmo inspector de la prolífica Agatha Christie, los cautos ( ¡y tediosos!) personajes de Dorothy Sayers y, en nivel inferior ( ¡más tarde lo supimos!), Sexton Blake, «El santo» y tantos más que la memoria fugitiva no conserva, desde la pubertad, decía, fui un impenitente y omnívoro lector de novelas policiales.

 

Mi afición por el género que inventó el gran Edgar Allan Poe se ha mantenido sin eclipse. Casi podría afirmar que leo novelas policiales (o «policiacas», como les gusta llamarlas a los españoles) como quien cumple órdenes, con el mismo entusiasmo de décadas ha, «sin dudas ni murmuraciones» y hasta podría agregar, sin ninguna vacilación ni empacho, que he ampliado el campo de mi temprana propensión, no profesional sino literaria, con las nuevas formas (varias de ellas bastardas, o «ancilares», como las hubiera catalogado el inolvidable y sapiente Alfonso Reyes) de la para mí tan apasionante materia: novelas de espionaje, fotonovelas de intriga, «sexy thrillers», crónicas verdad o crónicas documento de crímenes, pesquisas o casos legendarios (Jack the Ripper, p.ej.) etc., etc. Ya sé que algunos críticos zahoríes detectan en latencia la novela policial en el Egipto de los faraones, los poemas homéricos, la Biblia, el famoso Vidocq napoleónico, el ameno y grandioso Charles Dickens y, antes del autor de Oliver Twist, en el jocundo y desenfadado Boccacio, el grave y por siempre misterioso Shakespeare, la riquísima e incomparable novela picaresca española y el mismísimo Príncipe de los Ingenios, don Miguel de Cervantes Saavedra, pero el asunto que a mí me interesa no es indagar los orígenes remotos o cercanos de la novela policial sino más bien descubrir una razón válida del multitudinario, sostenido y creciente interés, o «fervor» si lo prefieren mis lectores, del público del Este y el Oeste del planeta por la novela policial o, en el caso específico de mi nota, por la «novela negra», que no es sino la variante contemporánea, surgida en los EE.UU. a consecuencia de la gran crisis económica (la Depresión, el «crack») del «jueves negro» de 1929*, variante descarnadamente realista y literaria y anímicamente revolucionaria de la novela tradicional o clásica de policías y delincuentes o ladrones, y ahora, más cruda y plebeyamente, de «pies planos» o «polizontes» y prevaricadores versus (?) «gangsters» o pandilleros y «mafiosos» de toda laya, es decir políticos, artistas, banqueros y pastores (sacerdotes protestantes de cualquier jerarquía: obispos, diáconos, presbíteros, etc.) incluidos. La acción brutal y a menudo morbosa, hórrida y macabra ha sustituido a la lucubración sutil como un animaron de San Juan, resplandeciente y aguda como una aliteración de Góngora, honda y tangible como un endecasílabo de Quevedo, ingeniosa como un retruécano de Gracián, perfecta como un silogismo teológico de San Agustín o un teorema euclidiano. El garrote, las esposas, las pistolas concretísimas y letales, los cruentos interrogatorios de tercer grado, las bárbaras venganzas son presentados en vívidos primeros planos. Los antros de Sing-Sing y El Alcatraz, las celdas fétidas, húmedas y tenebrosas de San Quintín reemplazan al gabinete de fina caoba, ornado de cuadros célebres (reproducciones por lo general) y atestado de libros empastados en pergamino y con páginas de cantos dorados, en que medita, enfundado en una bata de seda china o un suntuoso saco de fumar de pelo de camello, pálido, indolente, boquilla de marfil entre los labios ( ¡si no es un costoso narguile!), la vaga mirada perdida en el artesonado, en que medita, repito, o casi sueña, y recibe, por obra y gracia del cielo, la solución integral del enigma que osa desafiar su privilegiada inteligencia, ¿quién?, ¿acaso un investigador de sólida formación científica?, ¿tal vez un esforzado y perspicaz agente de la ley? ¡No! ¡Qué va, inocente corderillo! El que medita es un genial aficionado a desentrañar misterios que todo lo descubre y dilucida por ciencia infusa, no por vocación, paciencia ni estudio sino, como ya digo, por clarividencia, por un talento inmanente y arcano (i i i). Con la novela negra el «close up» de la violencia asumió el lugar quieto y luminoso de los inmóviles meandros y lejanas perspectivas del raciocinio cartesiano deductivo e inductivo (y su pausado desarrollo) así como el de la mágica aparición ex nihilo de las intuiciones fulgurantes y encantadoras. Se dio un paso irreversible, pero ambas tendencias —la primitiva y la moderna— coexistieron y, seguramente, coexistirán hasta el final. Humphrey Bogart, cínico, calmoso y desesperado, con su labio superior sin movimiento y su confusa sonrisa de justiciero amordazado, aguardaba el instante preciso para encarnar el inédito tipo del héroe de la nueva corriente. No solamente en el cine, que por extensión ha tomado el nombre de «cine negro», sino también, según muchos (y entre ellos Lauren Bacall, su propia esposa en la vida real), en la vanidad del mundo, en la vida trivial y cotidiana del Hollywood de antaño, en la desnuda existencia perecedera.

 

¿POR QUÉ?, ¿POR QUÉ?, ¿POR QUÉ?

Es un hecho incontrovertible, verdad fuerte como un puño y maciza como una catedral, que la novela policial en conjunto, o sea el género literario de intriga, misterio y suspenso, se vende más que la Biblia, Marx, Engels, Lenin y Mao juntos. ¿A qué se debe tan extraño fenómeno? Con certeza casi absoluta podría contestar que a la humanísima inclinación por lo más fácil o lo más entretenido, a la axiomática ley del menor esfuerzo, el ansia latente de evasión que anida en todo pecho humano, sea éste capitalista o socialista. La novela policial no causa traumas. Se la olvida. Hasta aquí no asoma el problema. Me atrevería hasta llegar a sostener que ni siquiera en la ocurrencia de entregarse totalmente gratis los libros de los apóstoles y los genios políticos más arriba mencionados, el público lector seguiría prestando inexorablemente su predilección a las novelas policiales —tradicionales y negras— y, no sé por qué inextricable motivo, no a los grandes libros filosóficos, religiosos y políticos. Huelga añadir que las novelas policiales jamás serán distribuidas de balde. O quizá… Ahora bien, fuera de los que por motivo dé necesidad económica (autores y editores), interés académico o literario (críticos, profesores, jueces, estudiantes o aprendices de profesiones policiales o funcionarios que desempeñan sus actividades en ese vasto ámbito), obligación aleatoria (lectores de best sellers, snobs, penados en cárceles o penitenciarías), todo el mundo lee novelas policiales: científicos, sabios, artistas, grandes poetas (Eliot y Neruda, p.ej.), escritores consagrados (Malraux, Gide, Moravia), campesinos, obreros, eclesiásticos (Ernesto Cardenal, p.ej.), pilotos (Saint-Exupéry entre otros, para mencionar uno afamado), boxeadores (el púgil francés Georges Carpentier, verbigracia), choferes, carpinteros, amas de casa, secretarias, ingenieros, médicos, cortesanas ( ¡recuerdo a una en Santiago de Chile que no solamente leía novelas policiales sino que al renombrado Pablo Neruda, y nada menos que mientras ejercía su oficio, el más antiguo del mundo, según las voces más autorizadas!). En fin, que nunca terminaría de enumerar los y las «fans» de Horace McCoy, James Hadley Chase, Raymond Chandler, Dashiell Hammett (cuyo estilo ha sido equiparado por su concisión y energía incomparables a Hemingway, Premio Nobel, como todos saben), Ross Macdonald, Giorgio Scerbanenco, Georges Simenon, que son, como para tantos de millones más, los que figuran en mi cuadro de honor. Carter Brown, autor de centenares de obras que no son en el fondo más que una exasperante repetición de inverosímiles situaciones en las cuales destacan malvados con dientes de oro, hermosísimas rubias sensuales con un desgarro que envidiarían las hetairas griegas y las meretrices romanas ( ¡hablo de las antiguas!) y detectives apuestos y ventajistas que jamás respetan a las esposas de los que los han generosa y liberalmente contratado, es, por desgracia, y para deshonra del género, uno de los más socorridos y solicitados. Sus obras las puedo comparar con la basura, nauseabundas e indignantes entelequias. Anoto, para terminar, que hay en América del Sur países tan aficionados a la novela policial, que no han encontrado mejor manera de demostrarlo al mundo que convirtiendo a sus propios territorios en estados policiales. He mencionado a dos aterrorizados países que quiero de verdad: Argentina y Chile. ¿Por qué ocurre tal desaguisado? El pueblo responderá.

 

 

*En el capitalismo es de carácter cíclico. A cincuenta años de distancia estamos ahora atravesando por otra. Y en nuestro país, ineluctablemente, estarnos padeciendo sus notoriamente amargas e imprevisibles secuelas.