Philip Roth y su relectura de “El mal de Portnoy”

 

Difícil ejercicio es para un escritor cuando se le pide que relea una de sus obras. Philip Roth lo hizo al cumplirse 45 años de la publicación de El mal de Portonoy, novela en la que creó un personaje del que nunca había podido liberarse. En este artículo, sin embargo, el autor estadounidense escribe las razones por las cuales este ya descansa en paz.  

 

Por Philip Roth*

Al volver a leer El mal de Portnoy 45 años después, estoy sorprendido y contento: sorprendido de que pudiese haber sido tan temerario, y contento por haberlo sido. Desde luego, mientras trabajaba no era consciente de que, a partir de ese momento, nunca me iba a librar de este paciente psicoanalítico al que llamaba Alexander Portnoy; de que, de hecho, estaba a punto de intercambiar mi identidad por la suya y de que, posteriormente, muchas mentes considerarían que su personaje y toda su parafernalia eran míos, y de que mis relaciones con gente conocida y desconocida cambiarían en consecuencia.

El mal de Portnoy fue el cuarto de mis 31 libros. Al escribirlo, solo pretendía liberarme del escritor que había empezado a ser en mis tres primeros libros. No buscaba una catarsis como neurótico o hijo, como algunos dieron a entender, sino más bien una emancipación de los métodos narrativos tradicionales. Aunque es posible que el protagonista se esfuerce por huir de su conciencia moral, yo trataba de liberarme de una conciencia literaria construida por mis lecturas, mi educación y mi meticulosidad, de mi habitual sentido del decoro prosístico. Mi impaciencia con las virtudes de la progresión lógica hacía que quisiese renunciar al desarrollo ordenado y coherente de un mundo imaginado, y hacía que quisiese avanzar atropelladamente, frenéticamente, como el clásico paciente de psicoanalista progresa idealmente en plena libertad asociativa.

Retraté a un hombre habitado por toda clase de pensamientos inaceptables, a un hombre de 33 años poseído por sensaciones peligrosas, opiniones desagradables, quejas despiadadas, sentimientos siniestros y, cómo no, acosado por la implacable presencia de la lujuria. En resumidas cuentas, escribí sobre la parte antisocial que anida en casi todo el mundo y a la que cada uno se enfrenta con distintos grados de éxito. Aquí logramos oír a Portnoy en la improvisada tarea del paciente de un psicoanalista de llevar bien (o mal llevar) su trastorno.

ElMalPortnoyRothPortnoy está tan lleno de ira como de lujuria. ¿Y quién no? Miren si no la traducción de La Ilíada de Robert Fagles. ¿Cuál es la primera palabra? “Ira”. Así es como empieza toda la literatura europea: cantando la ira viril de Aquiles.

Uno escribe un libro repulsivo (y muchos consideraban que El mal de Portnoy era únicamente eso) no para ser repulsivo, sino para representar lo repulsivo, para airear lo repulsivo, para exponerlo, para revelar a qué se parece y qué es. Chejov aconsejaba sabiamente que la tarea del escritor no consiste en resolver problemas, sino en presentar adecuadamente el problema.

Puesto que el principio básico freudiano establece que no hay nada en una historia personal que sea demasiado insignificante o vulgar para hablar de ello y que, asimismo, no hay nada demasiado monstruoso o fabuloso, la sesión de psicoanálisis me proporcionó el recipiente apropiado para contenerlo todo. La consulta del psicoanalista, el escenario del libro, es ese lugar en el que uno no tiene que censurar nada. La norma es que no hay normas, y esa es la norma que seguí para describir la burla satírica que hace un hijo de su familia judía, en la que el objeto de burla más cómico resulta ser el propio hijo que satiriza. La violenta agresión de la sátira unida al hiperrealismo satírico —el retrato rayano en la caricatura, el cómico deseo de lo extravagante— no fue, por supuesto, del gusto de todo el mundo. Yo, por otra parte, me alejé de mis tres primeros libros decentes llevado por las alas del júbilo.

La grotesca idea que Portnoy tenía de su vida se debía mucho a las normas, a las inhibiciones y a los tabúes que ya no predominan entre los jóvenes eróticamente liberados ni siquiera en las aldeas estadounidenses más remotas. Sin embargo, durante una adolescencia en la posguerra estadounidense en la década de 1940 —más de medio siglo antes de que se soñase siquiera con la pornografía de Internet— estas restricciones imperaban en la jurisdicción limitada en la que Portnoy estaba alcanzando la mayoría de edad con tanta ira. Debido a esta drástica alteración de la perspectiva moral a lo largo de los últimos 45 años, la noticia sexual que parecía tan desastrosa cuando Portnoy relató su historia fálica por primera vez a su psicoanalista en 1969 ahora ha perdido su impacto. En este sentido, mi inmoderado libro está ahora tan desfasado como La letra escarlata o como su camarada de finales de la década de 1960, Parejas de Updike, otra novela genital por aquel entonces que sigue siendo lo bastante escandalosa como para poner en duda algunas certezas sociales ya resquebrajadas sobre los límites del eros y las prerrogativas de la lujuria.

Alexander Portnoy, R.I.P.

 

*Este texto fue publicado originalmente en The New York Times el 6 de noviembre de 2014.

 



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