Mi romance con Ribeyro

Se cumplen dos décadas sin Julio Ramón Ribeyro y los testimonios de quienes lo conocieron a estas alturas tienen un valor que superan la mera anécdota. Será quizás que la muerte mitifica a los escritores, pero eso no pasó con el autor de La palabra del mudo, quien conoció del culto de sus lectores antes de su muerte. Este es un testimonio personal de Fernando Morote sobre su encuentro con el escritor peruano más querido de todos.

 

Por Fernando Morote*

En abril de 1993, una noche al finalizar la puesta en escena de Un domingo en Canta, mientras la audiencia esparcida en el patio de la AAA prodigaba apasionados comentarios hacia la obra, mi íntimo amigo Daniel Camino (exproductor de teatro y televisión), tuvo la generosidad de presentármelo.

No se trataba ya sólo de un sueño. Tenía la oportunidad de conocerlo en persona y eso constituía una indescriptible emoción para mí. Crucé apenas un par de palabras con él, lo suficiente para sentir que tocaba la gloria. Le confié haber descubierto en esa historia –pese a la falta de anuncio o explicación al público- una adaptación de La piel de un indio no cuesta caro. Percibí en su sonrisa el aire de haber recibido un halago. Me deseó suerte, afirmando la necesidad de apoyar a los escritores que recién empezaban. Ese gesto suyo me envalentonó para decirle que sería un honor darle a leer alguno de mis textos. Se mostró asequible, pero esquivo al mismo tiempo. Sin embargo, me dijo que lo llamara por teléfono, a lo mejor podría encontrar un momento libre. En un esfuerzo de contenido júbilo estreché su mano y le palmoteé el hombro. Hubiera querido llevarme una parte de su cuerpo a mi casa para colocarla en un lugar de privilegio junto a sus libros.

Dos años antes había ocurrido un acontecimiento inesperado, deliciosamente grato en mi vida: estuve parado durante varios minutos a escasos centímetros de él. Hasta entonces lo había visto sólo en la foto de las solapas o en las contracarátulas de sus libros y, en otra ocasión desde un ómnibus, sentado en el asiento del copiloto de un Volkswagen celeste. Pero esa vez lo tuve prácticamente a mi lado. Fue en una panadería de la avenida Larco. ¡Qué sorpresa estremecedora! El lugar no estaba atiborrado. Lo contemplé ir y venir varias veces del mostrador a la caja con su bolsa de pan en la mano, como cualquier cristiano. Me pareció que se percató de mi atento seguimiento, incluso me dio la impresión de que se detuvo un momento muy cerca de mí, como para facilitarme el abordaje, pero mi mente se blanqueó ante su presencia. Hubiera podido abrazarlo, besarlo.

Así que la noche que lo saludé en el teatro fue un mensaje claro de que el destino estaba jugando a mi favor. Motivado por el encuentro, me puse guapo, tomé el teléfono e hice la llamada. Increíblemente mi ídolo, el maravilloso escritor de cuentos a quien veneraba y adoraba, aceptó concederme una entrevista.

Foto: Alicia Benavides.

Foto: Alicia Benavides.

El miércoles 7 de abril de 1993 –la fecha está marcada con fuego en mi calendario privado-, a las 5 en punto de la tarde, según lo acordado previamente, presioné el timbre correspondiente al 601 del edificio ubicado en el Malecón Souza No. 302 en el distrito de Barranco. La voz de Julio Ramón Ribeyro asomó al otro lado del intercomunicador preguntando quién llamaba. Le di mi nombre. “¡Suba, suba!”, dijo. Entonces corrí, nerviosísimo, al ascensor. Cuando la puerta se abrió en el sexto piso entré directamente a un ambiente alfombrado. Me topé con una ventana, que ofrecía una portentosa vista al Océano Pacifico, y un estante vacío. A mi derecha, reclinado sobre una mesa, un hombre delgado, en jeans, arreglaba unos papeles. Pensé que sería el conserje, me acerqué con intención de preguntarle dónde podía encontrar al dueño de la casa. Cuando se irguió y dio vuelta pude ver que era él. Precisamente estaba recogiendo de su escritorio los dos cuentos que le había alcanzado semanas atrás. Nos sentamos en una salita junto a la terraza. Reconocí una copia de Joan Miró. Pocos muebles, ceniceros por todas partes. Lo que me pareció extraño fue no ver libros a la mano, sólo diarios y revistas sobre una pequeña mesa de centro. Ribeyro se sentó frente a mí y se puso a hojear mis cuentos. Según dijo ya los había leído, pero quería refrescar la memoria. Yo lo observaba hasta en el mínimo detalle: sus manos huesudas, sus ojos vivaces, su perfil aguileño, su cabello despeinado, su camisa juvenil, sus pantalones desteñidos, sus mocasines negros, sus medias de algodón. No le quitaba la vista de encima. Esperaba con ansia lo que para mí sería su veredicto. Al contarle mi trayectoria, pues un instante antes se había interesado en mi procedencia, se refirió a algunas similitudes, ya que también él abandonó la abogacía para ponerse a escribir, trabajar en cualquier cosa y morirse de hambre. Terminando de revisar los cuentos, dijo que uno de ellos le había divertido muchísimo y lo encontraba impecablemente escrito. Me confió que le había gustado en especial el tono irreverente. Opinó que el tema estaba muy bien aprovechado y la narración le parecía en realidad inobjetable. En cuanto al otro, me hizo saber que tenía algunas dudas con ciertas palabras, no estaba al tanto de la jerga actual, pero dijo que había deducido el sentido por el contexto de la historia. Se refería a El placer humano no es el de la carne y Héroes en juerga.

Luego me ofreció un cigarrillo y conversamos de asuntos relacionados al quehacer literario. Le hablé sobre mis esfuerzos por publicar. Dijo que en el Perú resultaba particularmente difícil porque se trata de un país donde muy pocos leen, y los que lo hacen casi no compran libros sino que más bien los piden prestados. Pero agregó que siempre es mejor estar editado que permanecer inédito. Por lo menos con un libro publicado, dijo, podía ofrecer mi trabajo a alguna editorial argentina o colombiana, incluso española, e intentar que se interesaran en él. El problema, inevitablemente, era el dinero. El negocio de los libros, en cualquier parte del mundo, es uno de los más ingratos que pueda existir. Sin embargo es importante seguir en la lucha. Me confesó que hasta él mismo, siendo hacía muchos años un escritor consagrado internacionalmente, tenía problemas para publicar, pero gracias a su prestigio siempre encontraba un editor arriesgado.

Más adelante me preguntó si conocía figuras en el ámbito de las letras. Le dije que no, nunca me interesó moverme en esos círculos. Me parecen fatuos e inconsistentes. De una manera sutil le expliqué que mi propósito era escribir y, si fuera posible, publicar. No quería parecer demasiado ofensivo o simplemente mostrarme como un idiota. Hablamos también acerca de los concursos. Me sugirió participar en algunos internacionales, como el Juan Rulfo de México, donde él había sido jurado en muchas ocasiones. Le conté que en Lima nunca había obtenido resultados positivos. Aproveché para soltarle la bombita de que me encantaría si pudiera leer una copia del manuscrito que tenía listo. Aceptó con gusto. Me dijo que se lo hiciera llegar. “Quizás en dos meses”, dijo, “podría usted llamarme para conocer mi opinión”.

La entrevista duró alrededor de media hora, quizás un poco más; yo pensaba que me recibiría, como máximo, por 5 ó 10 minutos. Ribeyro me resultó un tipo sencillamente hermoso. Alguna vez leí que se ama a los artistas porque son los únicos capaces de expresar lo que uno siente. Esto era exactamente lo que me pasaba con él. Al pie del ascensor, cuando me despedía, le confesé que lo había respetado desde que era niño, cuando descubrí un ejemplar de La palabra del mudo (editada por Carlos Milla Batres), en un viejo anaquel de mi casa y me identifiqué con sus personajes solitarios, taciturnos. “Mi vocación de escritor –le dije- se la debo a usted, señor Ribeyro”. Sus ojos brillaron. Lo que me asombró sobremanera fue que, mientras estuvimos juntos, nunca miró directamente a los míos. Su carácter tímido e introvertido no hizo sino aumentar mi encandilamiento por él.

JRR_ChinoDominguezSalí fascinado de su departamento, flotando en las nubes, con ganas de correr y abrazar a alguien. No se me ocurrió mejor idea que celebrar comiendo. Cuando estoy de buen humor se me abre el apetito. Entré a una cafetería. Sentía ganas de contarle al primero que pasara mi experiencia reciente. Estuve tentado de pedirle al mozo que me atendió que se sentara un rato conmigo porque tenía algo importante que decirle. Al pagar la cuenta me encontré en la caja con una prima de veinte años que estudiaba turismo. Ella fue la víctima. Puedo asegurar que es altamente frustrante comunicarse con alguien que ignora por completo, y sin culpa alguna, aquello de lo que uno está hablando con tanto fervor. Fue casi como contarle a un musulmán que asistí a una reunión con el Papa. No se le movió ni una pestaña. Sin embargo pude desahogarme y ella me deseó éxitos.

A los dos meses lo llamé de nuevo. Hoy no se me cae la cara de vergüenza al reproducir lo que me dijo textualmente al teléfono: “No sólo es usted un escritor original sino además con mucho talento”. Como era natural, estaba muerto de felicidad. Por la forma en que admiraba a Ribeyro, empecé a fantasear con la posibilidad de que se animara a escribir el prólogo de mi libro, si se lo rogaba de manera digna. Eso además sería para mí, pensé, como tener la llave de alguna puerta importante en el mercado editorial.

La segunda vez que me recibió en su pent-house, al verme salir del elevador tiró por los aires el encendedor con el que estaba a punto de prender un cigarrillo y se apuró en extenderme la mano. No podía creer que el gran Julio Ramón estuviera haciendo eso. Nunca he visto tipo más educado que él. Afirmó que el libro le había parecido un trabajo excelente. “Presta atención”, le dijo al pintor –amigo suyo- que lo acompañaba en ese momento, “para que sepas lo que es un cuento divertido y bien escrito”. Juro que me parecía un sueño escuchar a Ribeyro, en su propia casa, leyendo entusiasmado en voz alta uno de mis relatos. “Muy ingenioso, caracho”, dijo entre risas al final de la lectura.

Le pregunté si se animaría a escribir la introducción. Contestó que estaría encantado de poder hacerlo. Me hubiera conformado con unas líneas, pero él mismo ofreció algo más. Me informó que viajaba pronto a París y volvía a Lima a fines de ese año o comienzos del siguiente, por lo que debía esperar hasta su regreso. “En dos días no puedo escribir una página”, aseguró.

Con su cordialidad de siempre, me invitó una copa de vino. Le revelé mis problemas con el licor, así que no insistió, más bien bromeó diciendo que eran obvios desde el inicio de la obra en que yo dedicaba mi vida “a la literatura y al alcohol”. Para terminar sugirió reordenar ciertos cuadros y suprimir algunos, a fin de darle un ritmo más sostenido a la composición final. Esa misma tarde me puse en acción y seguí fielmente sus indicaciones.

Foto intervenida digitalmente por Jesús Ruiz Durand.

Foto intervenida digitalmente por Jesús Ruiz Durand.

Por esos meses volví a encontrarme con Ribeyro en un par de episodios más. Lo tengo todo registrado en mi diario. El miércoles 18 de mayo de 1994, durante los momentos previos a la presentación de un libro de Fernando Ampuero en el Nosferatu de Barranco, al pie del Puente de los Suspiros, lo perseguí un largo rato con la mirada. Finalmente, al descubrirme todo huraño, embuchado en mi rincón, fue él quien tuvo la gentileza de acercarse y darme la mano. Yo no me había levantado antes para correr a saludarlo por temor a incomodar. Estaba rodeado de otros escritores, con quienes conversaba animadamente. Su calidez me hizo sentir cómodo en un espacio en el que me hallaba completamente fuera de lugar. El jueves 15 de julio de aquel año, tropecé una tarde incidentalmente con él en la avenida Grau de Barranco. Le presenté a mi hermana. Se mostró, como siempre, atento, jovial, sencillo. Me dijo que hacía tiempo no sabía nada de mí. En plan de joda me reprochó no leer los periódicos. Era verdad. No estaba al corriente de que había viajado por Europa los últimos meses. Declaró estar gustoso de poder colaborar y, a pesar de mi demora, postergación y falta de ánimo, me invitó a que lo visitara en su casa. Sentí que merecía un castigo por huevón.

A principios de noviembre, una madrugada me desvelé sobresaltado. Preocupado y triste porque horas antes había sabido que Ribeyro se encontraba grave en la Clínica Americana. Su estado de salud era delicado. En medio de esa penosa situación surgió un conflicto en mi interior. Amaba a ese hombre. Guardaba un gran cariño y profesaba una profunda reverencia por él. Nació en mí un orgullo mayor cuando tuve el privilegio de tratarlo. Su disposición para ayudarme resultó altamente estimulante, me devolvió la confianza en mí mismo. Su energía pacífica y dulce humanidad me animaron a seguir adelante. Ofreció (corrijo esta palabra por inexacta) accedió a escribir el prefacio de Los quehaceres de un zángano (un libro de cuentos en aquella época), pero bajo tales circunstancias era muy probable que no pudiera hacerlo. Ribeyro me había regalado algo mucho mejor. Me ofreció su amistad, me brindó su apoyo. Le pedí a Dios por su salud y mejoría. Luego dejé en la recepción de la clínica una carta (tras 17 páginas de borrador) haciéndole saber mis sentimientos.

A los pocos días -el 4 de diciembre- me enteré, con pesar, de su muerte. Aunque pudiera parecer insólito, en lugar de desaliento o tristeza, sentí una fuerza motivadora, un renovado vigor y un creciente optimismo. De todos modos, mi ego no pudo evitar que surgiera la intriga: ¿habría escrito el preámbulo para mi libro? No pasó mucho antes de conocer que no pudo hacerlo. En el fondo no me importó, pues a cambio, en mi breve relación con él, obtuve la certeza invalorable de que andaba por el camino correcto. Recordé lo que me dijo un día en su balcón frente al mar: “Sus cuentos procaces necesitan unos pequeños ajustes, pero son muy buenos”. Esta fue la mejor herencia que Ribeyro pudo dejarme antes de partir.

Años más tarde, en una entrada de sus diarios, recopilados como La tentación del fracaso, escribió: “A veces pienso que podría hacer temblar al mundo desde esta miserable covacha si, liberándome de todas las ataduras, escribiera brutalmente, como sé que puedo hacerlo. Pero me detiene el pudor, un exquisito amor por las formas y la cobardía de todos los escritores que sienten interponerse, entre ellos y la vida, una biblioteca y veinte años de lecturas. Sin embargo, llegaré quizás algún día a tal grado de comprensión que estallarán mis ligamentos y saldrán disparadas las palabras como piedras”.

Tres lustros después, me tocó el turno a mí. Los quehaceres de un zángano en el 2009 se convirtió en una novela que desde el título, así como en ciertos pasajes, y el final marcado por la derrota del protagonista, revela mi homenaje a Ribeyro.

Leyendo sus cuentos dejé de sentirme desamparado. Experimenté el fin de la soledad. En tal magnitud me hechizó con su prosa que un día decidí ser escritor. Cada vez que estoy trabado en mi trabajo, recurro a su auxilio –a veces leo sólo un párrafo- y me siento iluminado. Quedo maravillado con su estilo, su sensibilidad, su humor y su perspicacia. Recibo el alivio, recupero el aliento, resuelvo mi problema. Estoy listo para continuar en la batalla.

Cada amante de la literatura tiene su propio y personal “mejor escritor del mundo”. El mío es Julio Ramón Ribeyro.

Eternamente agradecido, maestro.

 

 

*Fernando Morote (Piura, 1962). Autor de las novelas “Los quehaceres de un zángano” (2009) y “Polvos ilegales, agarres malditos” (2011), el libro de relatos “Brindis, bromas y bramidos” (2013) y el poemario “Poesía Metal-Mecánica” (1994). Ganador del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico (Madrid, 2010). Sus textos han sido incluidos en las antologías “El sabor de tu piel” (2010), “Microantología del Microrrelato II (2010) y “Eros de Europa y América” (2011) de Ediciones Irreverentes de España. Actualmente vive en Nueva York y colabora con el Periódico Irreverentes de Madrid y la revista Lima Gris.

 

 



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