Lo indígena en Latinoamérica: diez ensayos sobre problemáticas actuales

Comentamos el libro “Comunidades de América Latina. Perspectivas etnográficas de violencia y territorio desde lo indígena”, una publicación del sello cusqueño Ceques Editores, a cargo de los antropólogos Lurgio Gavilán y Vicente Torres.

 

 

Por Marco Ramírez Colombier

¿Qué es lo indígena en la Latinoamérica actual? ¿Qué problemas le plantea la modernidad? ¿Cómo se relaciona con el Estado-nación y otras tecnologías de poder? ¿De qué manera se mantiene, construye o reconstruye su identidad? ¿Cómo asumir su punto de vista para legitimar el trabajo etnográfico? Estas son algunas de las preguntas que abordan los diez ensayos del volumen Comunidades de América Latina. Perspectivas etnográficas de violencia y territorio desde lo indígena, recientemente publicado por Ceques, editorial cusqueña que publica tanto literatura como investigaciones sociales. Los editores son el ayacuchano Lurgio Gavilán (conocido por su libro Memorias de un soldado desconocido) y el cusqueño Vicente Torres, ambos antropólogos y candidatos a doctores por la Universidad Iberoamericana de México.

Desde el título se plantea una apuesta difícil: las respuestas a todas estas cuestiones deben venir desde “lo indígena”. Este término tiene una delimitación complicada, y las discusiones sobre sus fronteras son una materia central en los campos antropológico y jurídico. La historia de la teoría antropológica muestra cómo esta disciplina se ha preocupado permanentemente por penetrar en la conciencia profunda del “otro” que es estudiado, asumir su voz y proyectarla en el texto académico. Esto se ha traducido en planteamientos éticos y epistemológicos como la “descripción densa” de Geertz, el acercamiento a las “estructuras profundas” de Levi-Strauss, el citado extensivo de las expresiones de los informantes, la polifonía, etc. Sin embargo, se ha mantenido la figura del “experto” o científico social, predominantemente occidental, como el mediador ideal entre las formas de conocer de los sujetos estudiados y el conocimiento académico.

Comunidades de América Latina intenta cerrar esta brecha: cinco de los diez autores se identifican como indígenas y tratan temas vinculados al pueblo al que pertenecen. A ellos y ellas podemos sumarle a los propios editores, quienes, pese a no autoidentificarse explícitamente como “indígenas” (el término no es usado entre los pueblos andinos peruanos), escriben sobre sus comunidades de origen y hacen de las experiencias personales valiosas fuentes de conocimiento. Sin embargo, no se trata de meros testimonios narrativos, sino de textos argumentativos que se ven legitimados y potenciados por la eliminación de la barrera étnica entre el uno/investigador y el otro/investigados. Antropólogo y comunidad tienen una similar historia. Así, la antropología se reafirma como la ciencia social que valora en mayor medida la subjetividad y la interacción intersubjetiva de los seres humanos.

ComunidadesdeAmericaLatinaLurgioGavilanLos primeros cinco ensayos tienen que ver con la violencia, en un amplio sentido, con diversidad de agentes entre los casos, pero similares víctimas: los pueblos indígenas, o los pueblos andinos, quienes observan cómo se pone en riesgo su supervivencia como grupo. La violencia proviene de diversos bandos: en el caso peruano, el conflicto armado interno desembocó en una matanza degenerada, donde tanto las Fuerzas Armadas como Sendero Luminoso aplastaron a las comunidades andinas en sus intentos de establecer su “orden”; en el caso mexicano, el autor afirma que si bien “no es la estructura estatal la perpetradora de la violencia en un sentido estricto”, el Estado “fomenta el escenario político donde la violencia es posible” (p. 91); en el guatemalteco, los jóvenes indígenas crecen en situación de gran vulnerabilidad social. La violencia tratada no es únicamente física: el trabajo de Clorina Cuminao revela cómo la represión estatal tiene detrás un aparato de representaciones, integrado por los medios de comunicación más poderosos, que busca caracterizar a los mapuche como enemigos del desarrollo y la modernidad.

La segunda parte del libro se centra en el tema del territorio, una categoría relativamente reciente, que se relaciona estrechamente con los temas de autonomía y autogobierno, política indígena, relación con el mercado e identidad cultural. La introducción del término territorio en el derecho internacional y nacional motiva a los pueblos a repensar su territorio ancestral, para ganar legitimidad y autonomía ante el estado. Esto se traduce en estrategias de reterritorialización, es decir, reanudar el vínculo quebrado con el espacio físico donde se vive y dotarlo, usualmente mediante la práctica cotidiana, de significados, de mito, identificación colectiva y subjetividad. Destaca el contrajemplo de los wachiperi de la Amazonía de la región Cusco, en cuyas comunidades se aplica una lógica capitalista que lleva a la privatización de los territorios comunales.

Me permito profundizar en el artículo de Lurgio Gavilán, titulado La década de masas, mesnadas y cachacos. Gavilán ingresa a un debate actual entre los intelectuales que estudian el conflicto armado interno, acerca de la narrativa sobre la memoria construida a partir de los instrumentos oficiales como la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, y la caracterización que esta hace de los diversos agentes involucrados en el conflicto. Las recientes reflexiones de José Carlos Agüero, por ejemplo, apuntan a acabar con el “mito de la comunidad inocente”, que señala a los campesinos andinos como “atrapados entre dos fuegos”, sin capacidad de agencia ni de tomar decisiones políticas dentro del conflicto. Gavilán, si bien coincide con dotar de agencia a los campesinos (“no es mi intención restar protagonismo a los campesinos ni convertirlos en pobres víctimas”, pág. 24), rechaza la relativización del régimen de opresión que Sendero Luminoso implantó en sus zonas de influencia. Gavilán argumenta desde su conocimiento cercano del desarrollo del conflicto (fue niño guerrillero de una columna senderista y luego recluta militar) y su actual trabajo de campo, en calidad de antropólogo, pero evita que su evaluación opaque a la de las víctimas: “No soy intérprete ni profeta. Ellos solos son capaces de interpretar su realidad social” (pág. 31). En ese sentido, se muestra sumamente crítico del método y el discurso de los actores externos que pretenden “contar la historia”: “Hay que recopilar esas historias para dar a conocer el sufrimiento que asoló a los más pobres; pero evitando ocupar la voz de los campesinos que padecieron la violencia y encasillarlos en el tópico de la victimización, como suelen hacer académicos y ONGs”.

Quienes leímos con atención Memorias de un soldado desconocido de Gavilán y Los rendidos. Sobre el don de perdonar de Agüero esperábamos con interés este intercambio.