“Libro de las opiniones”, de Santiago Vera

Libro de las opiniones (Paracaídas Editores, 2014) es la segunda publicación del poeta Santiago Vera, quien es además miembro del colectivo de poesía Ánima Lisa. Presentamos a continuación un comentario sobre este libro leído durante su presentación realizada hace unos días. 

PoemaSantiagoVera

Por Luis Alberto Castillo*

El poeta, que es un obrero manual, sufre lo que toda mano de obra: no conciliar la violencia de su esfuerzo procesual con el producto de su trabajo. Las consecuencias de esto no son solo económicas, sino que el producto suele esconder su propio sudor y accidente, y a lo mucho las heridas de la actividad aparecen bajo la forma de un cayo. Eso es ya un problema: el poeta no es el hombre que dice palabras, sino el que las hace; el trabajo del poeta responde antes bien que a una voluntad de decir, a una voluntad de hacer, de tal forma que su palabra más que ser dicha alcanza una existencia propia, se hace de un cuerpo, ocupa un lugar y es ahí donde se nombra a sí misma, donde el lenguaje es capaz de hablar por derecho propio, donde la palabra toma la palabra. Pero ¿cómo se hacen palabras sin decirlas?

El Libro de las opiniones asume esa problemática, que no es otra que la del poeta y su posibilidad de comunicación, y por eso es un poemario de la soledad y la distancia, así como lo es también de la intransitividad de la escritura. Ya desde el primer poema el libro expresa su tragedia: “Al tiempo que yo digo ‘yo’, preferiría en verdad que fueras tú el que lo dijera”; entender esto, según el poeta, implicaría comprender qué significa una zanja, es decir, la distancia entre el “yo” y el otro que nunca pueden hacerse dos términos comunes (al menos no por todo el tiempo en que la cercanía con el otro sea entendida como un asunto de aproximación verbal). Por eso es que el poeta confunde los planos psicológicos con“un asunto de kilometraje” y traduce su soledad en una “cuestión de lejanía y distancia”.

Esto es propiamente un exceso de ingenuidad. Toda la primera parte del libro pareciera escrita por una especie de niño hipermental  que si bien entiende que sus interioridades son a-gramaticales, cada vez que le surge un problema – su soledad – lo vuelve un problema gramatical, es decir, una cuestión de ortografía, de tilde o mayúscula, por lo que ante la “miniatura del silencio” cae y recae en una especie de dicción en bruto para sí mismo. El poeta toma la forma de un orador que solo viaja para adentro y guarda la ingenua esperanza de que al menos en clave gramatical “dos cosas que están separadas por fin sepan unirse”. Entra ahí más que en un callejón sin salida o en un laberinto de puertas, en una aventura circular que lo hace, incluso, coger una vida y hacerla bailar como un trompo (p. 9). El candor llega a extremos tales que por momentos pareciera que el poeta no pudiera escribir un tiempo verbal sin antes haberlo consultado con su reloj o con el almanaque.

Pero lo que en un principio es mera ingenuidad se transforma progresivamente en obstinación, en plena conciencia (es decir, se da cuenta) de que ha venido hablando – y lo pongo en sus palabras – “siempre de mí sin embargo, siempre de mí sin ti”, y en donde había una zanja entre el “yo” y el otro, construye un alto “de dos a tres metros” que al menos le devuelve el eco de sus palabras en un simulacro de compañía. Es ahí donde empieza la hora de la confesión. El poeta insiste en la terca convicción de que para decir algo verdadero solo basta con ser sincero. Así dirá que si bien ha aprendido a salir de su casa (digamos su “yo”), cuando se ve en otro sitio, se ocupa de otra cosa que no corresponde al sitio sino a su casa (p. 45).

 

REVELACIONES DE LA ESCRITURA

Es en este trance en donde las palabras, esas manchas de tinta que solo arruinan el papel, “nudos de luz”, o más bien, “frescas transparencias, tercos espejos por cuyo filo innato las personas se confiesan sus discursos” a sí mismas, es decir, no lo que dicen, sino lo que les gustaría decirse, es en ese trance en que las palabras revelan su propio peso y llega el tiempo de la escritura, del Acontecimiento. A partir de entonces el poeta querrá que “acá hubiese no una palabra sino una cosa”; es aquí donde clamará por la urgencia de “una suerte de física del pensamiento” y se iniciará la epopeya de hacer pesar lo que físicamente no pesa. Se aferrará al deseo, síntoma de la soledad, de que sus palabras sean solo a fuerza de sí mismas, de que le muerdan el talón, de que, al menos, penen por las noches jalándole las sábanas (p.34). Si comprende que “la distancia es humana” – solo nosotros nos situamos con respecto a las cosas, mas las cosas no se sitúan con respecto a ellas, propiamente no están ni lejos ni cerca – cómo hacer para que la palabra deje de ser humana y no sea el síntoma de una distancia: ¡¿cómo hacer para que la palabra deje de ser humana?! Para ello hay que dejar de decirla y hay que ponerse a hacerla: solo entonces estaremos frente a la palabra de la palabra y el mundo existirá mientras el poeta está durmiendo: la escritura como una forma de aseguramiento del mundo.

En adelante asistiremos a las demandas del Acontecimiento. Clamará, en principio, por que “los hechos tengan una boca”, por que “los casos señalen las cosas por sí solos”, por que el hecho termine tragándose a la anécdotaLlegarán entonces toda una serie de revelaciones. El problema de la distancia se desanudará en una suerte de sensación de deberle plata al otro, de adeudarle una palabra que el poeta no conoce. De ahí que en el Libro de las opiniones (y esto es algo que el mismo autor señala) hay todo un conjunto de poemas que han sido escritos solo porque el poeta había aprendido una palabra nueva.

Ahora, da la sensación de que cuando escribe, el poeta siente que se mira en un espejo, pero no queda claro si es que lo ve en su reflejo es una palabra o si es que es más bien un hombre lo que se refleja. Pero lo cierto es que ahora se conoce mucho más (p. 74) y vuelve a la misma aventura y se le presenta la decisión de cruzar el alto que él mismo había construido porque le urge, como dice,“un clip”, “un enganche”, “una comunión de lo uno a lo mucho”, “de lo mucho a la unidad”,propiamente una conciliación con lo múltiple… pero no, cae nuevamente en la dicción en bruto para sí mismo y no desea sino no tener que toparse con nada,de modo que la tentativa de comunión se disuelve.

Hasta ahí pareciera la historia de un fracaso, el arribo a un callejón sin salida que, como había dicho, es más bien una aventura circular que ha terminado por hacerse punto, que a fuerza de decir “yo” ha terminado por afirmar su propio nombre. Pero será ahí, en esa plena soledad soberana, en que entienda que el punto, el “yo” que confunde su identidad con su nombre, es determinación espacial, pero que es aún vacía (p. 75). El “yo”, podríamos decir también el punto, no es nada “sino una vez puesto en movimiento”, es decir, no es nada sino se hace línea, es decir, ruta, vida, si no contempla al tiempo más que como mera categoría gramatical como necesidad extensiva – y hasta el momento el poeta solo había viajado circularmente para adentro, había entendido la vida como un completarse un círculo y su movimiento a lo mucho había sido el de un hombre que se mueve únicamente porque viaja al interior de un vehículo.

El error había sido el de pensar que “el movimiento lo estropea todo” y eso lo había condenado a “la puntualidad del espacio inmóvil y vacío”, a quedarse atrapado en una “ÉPOCA”, y por eso ahora asume físicamente el soporte temporal y entiende que es la duración la que da sentido, que es la duración “lo que da Unidad más allá de lo disímiles de las partes tomadas aisladamente”. Ahora sí entiende que el “yo” es solo un trámite y su nombre un mero asunto burocrático (p. 82).

En el penúltimo poema tenemos al poeta iniciándose en la técnica del movimiento: “las piernas estiradas cuando el columpio va cuesta arriba, la resignación obligatoria de las piernas cuando el columpio se retorna a su lugar de origen”. Ciertamente aún no ha iniciado nada, pero se da cuenta. Ciertamente aún no se mueve, pero sabe que en algunos lugares donde no está, va a estar (p. 83). Ya no se trata de la aventura por los planos de sus interioridades, sino que ha dejado de ver en rededor y ha divisado por fin una ruta. Sus posibilidades son todavía “estar sentado”, pero sucede que “esos procesos son así” “esos procesos demoran”. El divisar una ruta es ya estar en la ruta. El final del poemario es la condición de posibilidad de la salida de una etapa, de una “ÉPOCA.”

(Quizá recién entonces llegue la hora del descanso.)

 

*Luis Alberto Castillo (Chiclayo, 1987). Licenciado en Filosofía por la PUCP, con estudios de maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana en la UNMSM. Miembro fundador del colectivo de poesía Ánima Lisa.

 



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