El ombliguismo literario

 

El viernes 18 de diciembre se realizó el conversatorio sobre literatura peruana contemporánea denominado «No oyes ladrar a los perros», en el que escritores y críticos literarios expresaron sus puntos de vista sobre nuestra narrativa actual. Esta es la intervención de Javier Arnao, quien participó en una de las tres mesas de este evento organizado por el escritor Pedro Novoa.

 

 

Por Javier Arnao, el Caminante

Hace un buen tiempo, de un modo un tanto azaroso, se me ocurrió el término. Venía leyendo ya unas tres novelas cuyos personajes centrales aparecían como encapsulados en su burbuja. Parecían no tener mayor horizonte que sus ombligos y no alzar vuelo más allá de sus “grandes dramas humanos”. De un tiempo a esta parte, y sin planificarlo, la palabra ha venido extendiéndose de modo silencioso de boca en boca. Ha sido mencionado en distintas declaraciones, entrevistas, conversatorios y discusiones (internas o públicas) a través de las redes sociales. Hace pocos días, Juan Cavero, camarada de correrías vitales y literarias, aludió a ella en su discurso de recepción del premio Copé de novela como una manera de contraponer el ombliguismo a su propia poética, cuya raíz, en gran medida, Joe Iljimae, Eric Álvarez y yo compartimos. Si bien el término ha cobrado fuerza y alcance en cierto sector de la crítica (Gabriel Ruiz Ortega, por ejemplo) y algunos escritores se han valido de él de modo ocasional (entre ellos Pedro Novoa, Rodolfo Ybarra, Martín Roldán), su uso extensivo, a lo que se suma la falta de tiempo para una explicación exhaustiva, ha generado una serie de confusiones, vacíos y malas interpretaciones que es necesario aclarar. ¿Qué literatura es ombliguista y qué tipo de literatura no lo es? ¿Cuáles son sus características? ¿Se trata de una satanización de la poética del yo? El objetivo de esta intervención es tratar de esclarecer el tema, con el fin de que pueda generarse una discusión al respecto.

Desde el inicio, es fundamental aclarar un asunto: no se trata de lapidar la literatura del yo ni la primera persona ni la llamada autoficción ni el intimismo ni ningún tipo de discurso autorreferencial e introspectivo. No hay ningún “error de perspectiva” en contar una historia en primera persona ni en servirse de las vidas privadas para gestar una obra (a fin de cuentas —y esto ya es una verdad de Perogrullo), todo escritor se alimenta de sí mismo para construir sus ficciones (recordemos la analogía del catoblepas usada por Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista). Descartar el yo como punto de partida para escribir equivaldría a derrumbar gran parte de la tradición que conforma el canon occidental: Proust, Kafka y Pessoa (por citar tres emblemáticos), además de otros autores como Marai, Svevo, Onetti, Bernhard, Papini, Pavese, Kureishi y ambos Roth (tanto Joseph como Philip) por citar solo algunos nombres. El asunto está más relacionado con la ambición creadora. Dicha ambición no se refiere al grosor de una novela ni condena necesariamente la poética de lo cotidiano en contraposición a los grandes programas narrativos, los grandes frescos, proyectos totalizadores (mucho menos se refiere a la visibilidad o el nivel de ventas). Pienso que no deberían juzgarse caminos, vías, sino productos, resultados. En definitiva, no hay materiales “buenos” o “malos”, “nobles” e innobles”. Cada quien posee una estética particular. Incluso, un mismo autor puede mudar de un registro a otro de acuerdo a la necesidad de la historia.

Entonces, ¿qué diferencia un libro ombliguista de una buena autoficción? Como señalaba líneas arriba, creo que tiene que ver con la ambición. ¿Pero cómo se define esa ambición? ¿Qué elementos hacen que una obra se ambiciosa? Un texto ambicioso debe mostrar distintas capas o niveles de lectura. Un primer nivel de riqueza tiene que ver con el trabajo del lenguaje. Este debe estar orientado hacia el trabajo con la palabra, el manejo de los recursos expresivos que doten a las imágenes de potencia, carga sensorial, ritmo, vuelo poético. A través del lenguaje, se puede a hacer ver al lector las cosas desde otro lado, pasar de un estado profano a un estado sagrado. La idea es sacarlo de su cómoda cotidianidad y remecer su conciencia, que, gracias al lenguaje, la lectura sea una experiencia transformadora. En segundo lugar, toda historia, al margen de su perspectiva (interior o no) y los insumos con que se componga, debe poseer dos historias: la obra y la idea-obra. La primera de ellas es una historia particular, concreta. Sin embargo, hay una segunda instancia, aquella que no se cuenta y que constituye un símbolo, una metáfora acerca de la condición humana, de lo que es el hombre y sus contradicciones: sus miedos y sus carencias, pero también de su lado combativo. Finalmente, toda historia debe contener un nivel reflexivo que aleje al lector de la visión cotidiana, que le haga verse a sí mismo y su entorno con otra mirada. La labor del artista es crear algo donde antes aparentemente no había nada y hacérselo ver al lector, iluminar las zonas que se mantenían en sombras. El escritor se aprovecha de la distorsión de esa imagen inicial y le da forma, un golpe de emoción, no una idea. Plantea lo que quiere decir, pero a modo de analogía, aterrizando lo que quiere expresar en una historia y un personaje (se trata de arte, no de hacer filosofía). Ahí donde hay, al parecer, solo nubes deformes, un artista vislumbrará un elefante, un ave, un rostro. El escritor hará ver un hombre y un drama allí donde la noticia del periódico presenta a un sanguinario delincuente. El escritor debe aspirar a convertir lo que escribe en un símbolo de la vida y hacer visibles, aunque no sean agradables, esos pliegues oscuros de los que no se puede huir. No puede prescindir de la violencia, pues es condición inseparable de cualquier historia. El conflicto puede manifestarse mediante el choque de tres fuerzas: el hombre contra el mundo, el hombre contra otro hombre y el hombre contra sí mismo (de este último, se está abusando últimamente). Cada modalidad tiene sus mecanismos. Sin embargo, hay un núcleo común: en todas se habla del hombre y su búsqueda de sentido.

En ese camino, debe eliminar lo superfluo. Quitar lo inútil de la vida y darle investidura de acto sagrado (no en sentido espiritual, sino en el de hacerlo trascender su cotidianidad). Para ello, debe nutrirse de la vida. Obviar la vida humana, este acto de soberbia, contiene un peligro: no ver más allá de los horizontes individuales. Es como vivir encerrado en una habitación sin ventanas y en penumbras. A falta de realidad exterior, de nutrirse de las distintas facetas del espíritu, tiene que agachar la cabeza y conformarse a no ver más allá de su ombligo. Siente un placer en regodearse, en solazarse en su ensimismamiento. Corre el riesgo de crear solo para su familia o esconderse bajo la falsa ala de la metaliteratura (escritura para escritores) sin tener en cuenta que la literatura se nutre, en principio, de la vida, tiene como cantera las relaciones humanas y no los libros. Ese es el peligro del escritor ombliguista.

Habrá quienes querrán colocar la figura de Kafka como un contraargumento a todo lo que acabo de decir. Él, quizá más que nadie, sea el ejemplo del escritor que no necesitó más que su yo, su hipersensibilidad y su imaginación; es decir, se bastó a sí mismo y su lenguaje para construir una obra. Sin embargo, este contraejemplo es solo aparente. Tomemos como ejemplo Carta al padre. El texto podría haber sido la diatriba de un hijo a un padre y quedarse en ese nivel. ¿Pero qué hace que esta (al igual que sus otros textos) trascienda el mero reclamo de un hijo maltratado? ¿Es esta una muestra de literatura ombliguista? La respuesta es contundente: no. Y otra vez vamos al asunto del grado, de niveles de complejidad. En primer lugar, el lenguaje es más novelesco, si bien por momentos, adquiere un estilo engañosamente eficiente y claro, hasta abogadil, por ratos burocrático, tal como si se tratase de un juicio. La forma epistolar no es más que un pretexto estructural para dar rienda suelta a los mecanismos poéticos de expresión, mucho menos alegórico que el resto de su obra (pensemos en La metamorfosis). Sin embargo, no por ello deja de reflejar un carácter simbólico. Representa la universal pugna generacional padre-hijo. Podría haberse agotado en ese símbolo, pero va más allá al darle una visión crítica. Y ese es otro mérito de la carta: su tono increpante, más que un discurso lastimero y confesional. Kafka, al tiempo que dialoga con fenómenos exteriores al otorgar una dimensión crítica sobre el padre como figura tutelar, de la familia y el matrimonio como instituciones sociales y cuestionar hasta la religión y los ritos judíos, los relaciona con su yo. Al mismo tiempo, dialoga con su interioridad y explora su conciencia: los temores, angustias, la ira, la impotencia que estos le causan. Que Kafka haya tomado siempre la realidad como un medio, un punto de partida sobre el cual luego ficcionar ha permitido que su caso individual no sea visto como un fenómeno sui generis, concreto, incluso patológico, sino que nos permite sumergirnos en la hondura de lo humano para adquirir una dimensión trascendente, integrándose al complejo intemporal de las relaciones humanas, lo cual le brinda no solo un grado de generalidad sino también de intemporalidad.

Por el contrario, ¿qué sucede con la literatura actual? No es un fenómeno que se restringe al medio local. La literatura, como fenómeno artístico, es un elemento sustancial del campo cultural. Esta no puede verse aislada de las transformaciones socioculturales de nuestro tiempo. Byung-Chul Han, filósofo coreano, explica claramente en su breve ensayo La sociedad del cansancio (Herder, 2012) que si en los siglos XIX y gran parte del XX el ser humano era atacado por infecciones, elementos virales que lo afectaban, en el S. XXI, en cambio, lo que lo desestabiliza más ya no son agentes externos, sino que el enemigo está adentro; es su propia conciencia enferma. Por ello, las patologías que lo aquejan son neuronales (depresión, TDHA, estrés, etc.). Antes, y en esto refuta a Foucault, vivíamos en una sociedad disciplinaria caracterizada por la negatividad y la prohibición. Ahora, vivimos en una sociedad del rendimiento, donde lo importante ya no es obedecer, sino ser productivo y exitoso. Cuando el sujeto no puede cumplir con estos imperativos que se autoimpone, cuando se presiona por estar a la altura de las expectativas sociales que el individuo asume que la sociedad de alguna forma le impone, entra en crisis. Byung-Chul Han explica así el fenómeno:

«Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato, la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados.»

 

Este tipo de sujetos son los que encontramos en algunas de las novelas peruanas (ni siquiera peruanas, limeñas) más celebradas por la crítica (existe una tendencia). Si bien no se trata de una generalidad absoluta, hay una marcada tendencia con pretensiones de imponerse como una nueva estética. ¿Qué afecta a estos personajes? Mejor sería decir qué los paraliza. Son sujetos descentrados, vulnerables, carentes de mundo un interior sólido, cuya esencia y conflictos están diluidos o son nulos. Más que personajes, son casi categorías difusas, que se mueven en el terreno fangoso de lo ambiguo, lo soso y lo banal. Generalmente, se trata de sujetos masculinos carentes de deseos, búsquedas, cuyo mecanismo de seducción consiste en mostrar su lado sensiblero (buscan romper, ¿por márketing editorial?, el estereotipo de masculinidad), angustiado sin motivo aparente (llorar porque su columna periodística ha sido rechazada o lamentarse por volver de Miraflores a Santa Anita, haber sido maltratado en su infancia por un padre autoritario; cumplir la treintena, haber sido abandonado por su mujer y no poder escribir una línea). A estos personajes no los motiva nada ni pretenden cuestionar el statu quo; lejos de ello, buscan pertenecer a él y temen ser rechazados.

En la actualidad, hay un tipo distinto de lector. Qué duda cabe. Vivimos en el tiempo de internet y la comunicación inmediata a través de las redes sociales. Vivimos en un tiempo artificial, más rápido, donde el lector está permanentemente en un estado de ansiedad. Es quizá esta la razón por la cual ni el escritor ni mucho menos el lector soporta novelas densas y complejas. En ese sentido, soy de los que piensan que no solo deben escribirse libros para determinada clase de lectores, sino que también debe haber libros que impongan, de alguna forma, su público, su tipo de lector. Además, el escritor debe volver al trabajo artesanal, al tiempo natural, a su taller, a su pequeña factoría, trabajar sin desesperación ni presión de ningún tipo, para no caer en el minimalismo facilista ni en la producción en masa bajo moldes o fórmulas preestablecidas. Si uno se rinde a los tiempos, no está cuestionando ni trasgrediendo nada, sino reforzando las ideas del sistema. Si una literatura no tiene ese germen, nace indefectiblemente muerta. Un buen libro, al margen de en qué persona está escrito, tiene ecos más allá de la página. Deja un sinsabor que perdura en el tiempo. Debe incomodar y no solo entretener. Un buen texto no solo es un acontecimiento literario. Es, sobre todo y ante todo, un acontecimiento vital, porque, más que hablar de libros, lo que brota de sus páginas es un profundo conocimiento del hombre y la vida misma. La buena literatura es la que dice lo que no se ha dicho (desde una mirada distinta: los temas están agotados), la que suma una realidad a la realidad existente, la que ilumina a través del lenguaje zonas desconocidas. Es necesario salir al exterior para mirarse en el espejo de los otros. Los que no salen es por miedo a ver dentro de sí mismos y enfrentarse con sus propios demonios o con una realidad que les apesta. Para ser, hay que dejar de ser. El sujeto se confunde en la masa para cargarse de energía, mezclarse con la gente, con sus olores, para luego abstraerse y conocerse a sí mismo, de tal modo que no hable solo de él y su ombligo sino de todos los hombres.