Dejarás la tierra: la verdad mediante la ficción

 

Les compartimos la siguiente lectura de la novela Dejarás la tierra, escrita por Renato Cisneros y con la cual cierra la revisión de su historia familiar que iniciara con La distancia que nos separa.

 

Por Félix Terrones*

Con Dejarás la tierra (2017), Renato Cisneros cierra el ciclo familiar iniciado en La distancia que nos separa (2015). Si en esta última se trataba de las relaciones paterno filiales, en Dejarás la tierra Cisneros parece dar un paso más adelante. El autor busca interrogar la memoria familiar a lo largo de tres generaciones, remontándose hasta la pareja primordial, aquella con la que se inicia el clan y su veleidoso acontecer: Nicolasa Cisneros y Roberto Benjamín. Proponiendo un relato que avanza desde comienzos del siglo XIX hacia el presente, el narrador en primera persona indaga en los orígenes, pero no cualquier tipo de orígenes, sino en los secretos familiares, esas zonas de sombra que las convenciones sociales, junto con la necesidad de resaltar la epopeya familiar, fueron confinados a una forma de olvido. Digo forma de olvido, pues todavía persiste bajo el perfil de rumores, secretos a media voz y chismes que, convenientemente, la ficción rescatará con un objetivo preciso: desprender la verdad del mito, acceder a esa intimidad donde abundan las miserias y mezquindades que arruinaron la vida de muchos en la familia desde que esta dejara el Huánuco natal.

Allí donde la “historia oficial” busca escamotear, la ficción —según el planteamiento de Renato Cisneros— le coloca la sábana al fantasma, haciéndolo visible. Porque se trata antes que nada de una historia de fantasmas que, desde el sacerdote Gregorio Cartagena hasta Fernán Cisneros, recorrerían, de manera inevitable, la sangre familiar. En este aspecto, es muy sintomático que la novela comience escarbando en la relación de la joven Nicolasa Cisneros con su confesor, Gregorio Cartagena (un reconocido religioso que colaboró con la causa independentista, primero con San Martín y después con Bolívar). Dicha relación secreta no fue revelada ni siquiera al cabo del séptimo embarazo de Nicolasa. Si bien, nunca perdió el contacto con Gregorio Cartagena, Nicolasa tuvo que inventar a un hombre —a quien le dio el nombre de Roberto Benjamín— como padre de sus hijos. Como si fuese una culpa transmitida de generación en generación, las sucesivas generaciones de Cisneros repetirían, pese a ellos mismos, cada cual de manera más original, el esquema de la doble vida del patriarca, por un lado, y de los hijos aceptados y los ilegítimos u olvidados, por el otro: “Le dolía parecerse tanto a su padre, el cura Gregorio Cartagena, un hombre al que no había conocido del todo pero que sabía lleno de incoherencias, titubeos y miedo, el mismo miedo que ahora reptaba dentro de él” (p.138). La mirada del narrador, empática y crítica a la vez, confiere a los destinos familiares esa unidad que da la impresión de haber sido sacada de una tragedia. Pero estamos en el género novelesco que se detiene más en lo subjetivo, la reflexión que duda sin descanso, conforme avanza en sus descubrimientos.

La novela de lo orígenes, el relato fundacional asentado en bastardos y asimilados, junto con cierta forma de determinismo social y su transgresión, son coordenadas características de las literaturas latinoamericanas decimonónicas. Piénsese por ejemplo en Aves sin nido (1889) de la peruana Clorinda Matto de Turner o en Martín Rivas (1862), del chileno Alberto Blest Gana, dos novelas que exploran algunos de estos elementos en el marco de sociedades que buscan dar forma a un programa nacional, más o menos inclusivo, sin que esto signifique una constitución armónica. La novela de Renato Cisneros, publicada en pleno siglo XXI, parece dialogar con estas ficciones nacionales no solamente a nivel de la temática, sino sobre todo en cuanto a su aliento. Porque los secretos familiares son la caja de resonancia de algo más amplio que los trasciende hasta alcanzar nada menos que la dimensión nacional. Pienso, por ejemplo, en las alusiones a los hijos del presidente Ramón Castilla, quien pasó a la historia nacional por haber abolido la esclavitud, sin que se recuerde tanto a sus dos primeros hijos, a los que, como él mismo decía, “hubiese preferido no engendrar pues nacieron de mujeres diferentes” (p.126). El narrador llega incluso a sugerir que, probablemente, esos dos hijos fueron consecuencia de estupros. De esta forma, si la memoria familiar se entrecruza con la nacional, la literatura está ahí para recordar que esto ocurre no sin conflicto ni tensiones que sobrepasan la esfera doméstica.

Pero quien recuerda es la voz masculina, lo cual puede prestar a discusión. ¿No se hurgaría en los secretos familiares, para exorcizarlos o conjurarlos, pero siempre privilegiando el ascendiente masculino? Al margen de la respuesta, es necesario subrayar que quien ha leído La distancia que nos separa ya conoce a esa voz masculina. Pese a que se trate del mismo narrador, en Dejarás la tierra se vale del archivo familiar para darle espesor a su ficción: “Todo lo que ahora sé de Luis Benjamin se lo debo, principalmente, a un libro que escribió el tío Gustavo reseñando la vida pública de mi bisabuelo, pero donde deja de lado —por una cohibición inmemorial de la que ninguno de mis tíos ha sabido o querido desprenderse —los episodios más determinantes de su vida íntima, que son los que a mí me atrapan y desconciertan. (p.208)”. Así, el narrador utiliza poemarios, testimonios, imágenes y cartas, entre otros, para dar forma a su texto. Incorporados en la novela algunos adquieren distinto valor, otros anticipan la empresa del narrador, mientras que todos, cualquiera sea su origen o motivación, constituyen el relato de una familia singular, llena de errores, cicatrizada por una culpa y sus ramificaciones. La novela es, en cierta manera, una acumulación de voces finalmente ordenadas de manera tal que la verdad emerja, cristalizada en ficción.

Ya que mencioné a La distancia que nos separa, me gustaría señalar que entre ésta y Dejarás la tierra hay un salto de valor: si la primera se apoyaba en la historia de una relación entre padre e hijo, la segunda necesita darle consistencia ya no a dos sino a una multitud de personajes. Renato Cisneros teje una memoria familiar en la que desfilan individuos dispares como la ya mencionada Nicolasa, Luis Benjamín Cisneros, Lucrecia Colichón, Fernán Cisneros y los tíos Juvenal y Gustavo, entre muchos otros. Cada uno de ellos cuenta con una hondura moral y psicológica que los singulariza, desde luego, pero que, al mismo tiempo, contribuye a la visión de conjunto, como si se tratase de un mosaico cuya coherencia solo dependiera de la forma en que están dispuestas las partes.

Esto no solo se restringe a los personajes, pues el conjunto del relato está constituido por capítulos y secciones sabiamente ensamblados. Quizá uno de los aspectos que más me ha llamado la atención en la novela es su construcción, el equilibrio que la subyace, la manera en que cada uno de los tres capítulos corresponde con un estrato o generación familiar. En ningún momento tuve la sensación de estar leyendo una ficción de construcción artificial, por esquemática. Antes bien, la lectura sigue un cauce que me animaría a calificar de espontáneo. Me parece que la oscilación entre el pasado familiar y el presente, desde el cual el narrador exhuma a cada uno de los familiares que le precedieron, contribuye a esta impresión. Esa alternancia temporal le entrega un buen ritmo a la lectura, así como recuerda las motivaciones de la narración. ¿La literatura debe restituir la verdad o enmascararla, como hicieron los ancestros del narrador? ¿Si la misión de la literatura es restituir la verdad, no se estaría deslizando hacia una confusión problemática entre decir la verdad y la ficción? Más aún, ¿de qué sirve indagar en la memoria de una tribu familiar acomodada en una sociedad con las características de la peruana?, como el mismo narrador se encarga de recordarlo en una discusión con su tío Gustavo: “—En este país donde hay gente que se muere de hambre, de frío, de miedo, de pobreza, venir a preocuparse por el origen del apellido es un poco…/—¿Frívolo? ¿Desubicado?/— Sí, desubicado. Al fin una palabra adecuada. (p.230)”. Como se ve, la novela plantea, en su materia misma, inquietudes respecto a su motivación. Se trata de inquietudes que, desde luego, se quedan sin respuesta —estamos frente a un texto ficcional y no frente a uno de opinión— lo cual enfatiza el carácter problemático, difícil de encasillar, del género en su doxa.

Narrada entre Huánuco y la capital, Lima (primera parte); después, entre Lima y la capital literaria del XIX (segunda parte), París; finalmente, como cerrando un ciclo entre Buenos Aires y Lima (tercera parte), la novela propone un vagabundeo por el mundo en búsqueda, precisamente, de las verdades elusivas, esas esquirlas de una memoria erosionada. Solamente al final, de forma física, pero sobre todo simbólica, el narrador alcanza la trascendencia, junto con distancia que le permite observar de manera panorámica, por encima de los odios, cada uno de los malentendidos, y los secretos que marcaron su familia. Y esto, en lugar de atarlo al pasado, encerrarlo en él, le empuja hacia la libertad, ya fuera de su país. Si bien carga con el retrato del ancestro, también se sabe un individuo, alguien investido con la misión de escribir. Y allí se cierra el libro, con ese sentimiento que es también el anuncio de fronteras. Toca esperar por la nueva entrega de Renato Cisneros ahora que la historia de la tribu familiar llegó a su fin, una ficción liberada y a la vez enriquecida de espectros, abierta hacia el futuro.

 

 

*Félix Terrones (Lima, 1980). Autor de las novelas El silencio de la memoria (2008, “Mundo Ajeno”) y Ríos de ceniza (2015, “Textual”). Además, es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003, PUCP) y del libro de microrrelatos El viento en tu cara (2014, “Nazarí”). Doctor en estudios hispanoamericanos por la Université Michel de Montaigne – Bordeaux III (Francia) donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos en la novela latinoamericana. Editor y antologador de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Entre otros establecimientos, ha enseñado en la Ecole normale supérieure de Paris, así como dirigió el taller de creación literaria del Institut d’études politiques de Paris (SciencesPo).  Vive en la ciudad de Tours (Francia).