William Faulkner y su discurso de aceptación del Nobel de Literatura

 

A pocos días de conocer al nuevo ganador del Premio Nobel de Literatura, compartimos las palabras que dio el gran escritor William Faulkner en su discurso de aceptación de este galardón, el 10 de diciembre de 1950.

 

Por William Faulkner

Considero que este premio, más que conferírseme a mí, como hombre, se otorga en honor a mi trabajo; a la obra de una vida transcurrida entre la zozobra y la extenuación del espíritu humano, sin aspiraciones de gloria y mucho menos pensado en el enriquecimiento económico, pero sí pugnando por crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que antes no existía. De ahí que con relación a este premio no sea yo más que un mero depositario. Y en cuanto a su aspecto monetario, no será difícil dar con un destino equiparable con el propósito y trascendencia de su origen. Sin embargo, me gustaría hacer lo mismo en relación con el presente homenaje, aprovechando la ocasión como pináculo desde el cual me podrían escuchar los jóvenes, tanto hombres como mujeres que en este momento se entregan a las mismas angustias y luchas, y entre quienes ya figura aquel que algún día habrá de ocupar el sitio en el que ahora me encuentro.

Actualmente nuestra tragedia es el haber experimentado por tanto tiempo un miedo físico, universal y generalizado que apenas nos es dable soportar. Ahora ya no existen problemas del espíritu y la única pregunta que se plantea es: ¿En qué momento voy a desaparecer? Es por esto que los jóvenes que ahora escriben se han olvidado de los problemas del alma humana en conflicto consigo misma, problemas que por sí solos puede generar la buena literatura, pues sólo de esto es de lo que vale la pena escribir; lo que justifica la zozobra y la extenuación.

El escritor debe ponerse en contacto nuevamente con estos conflictos: darse cuenta por sí mismo de que lo esencial de todas las cosas es experimentar temor; y una vez que haya asimilado esto, borrarlo de su mente para siempre, sin dar cabida a nada en su taller, salvo a las antiguas verdades del corazón, las verdades universales de otros tiempos, que cuando ausentes hacen de cualquier historia algo efímero y vano: el amor y el honor; la piedad y el orgullo; la compasión y el sacrificio. En tanto el autor no proceda de esta manera, trabajará como bajo un anatema; escribirá no acerca del amor, sino de la lujuria, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias desesperanzadas, y lo peor de todo, sin misericordia y compasión. Sus congojas no se abatirán sobre osamentas universales, ni dejarán cicatrices tras de sí. No será a partir del corazón que él escriba, sino de las glándulas.

En tanto no aprenda de nuevo esto, escribirá como si estuviese perdido en la multitud, observando el fin del género humano. Y esto es algo que me niego a aceptar: que incluso en el último sangrante y moribundo de los atardeceres –tras resonar el postrero tañido del destino sobre la última y fatua roca, ahí ya posada sin marea—prevalezca todavía un sonido más: el de su insignificante e infatigable voz, viva aún. Esto es algo que no puedo admitir. Considero que el hombre no sólo habrá de resistir, sino también de prevalecer. Y es inmortal no por ser el único entre los animales que está dotado de una voz inextinguible, sino por el hecho de poseer un alma, un espíritu capaz de compasión, sacrificio y resistencia. Escribir acerca de estas cosas es el deber del poeta, del escritor. Y es su privilegio ayudar al hombre a aguantar, inyectándole ánimos, haciéndole recordar el valor y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, piedad y sacrificio, que han constituido la gloria de su pasado. La voz del poeta no necesita ser simplemente un testimonio del hombre, bien puede ser uno de sus puntales, de los pilares que le ayuden a subsistir y predominar.