Un cielo de una sola nube: la narrativa de Marco García Falcón

 

El escritor y crítico Alexis Iparraguirre ofrece una mirada general a la narrativa de Marco García Falcón, quien este año obtuvo el Premio Nacional de Literatura en la categoría Novela con “Esta casa vacía”.

 

Por Alexis Iparraguirre

Cuento esta anécdota a la que volveré luego. Alguna vez, algunos jóvenes de Letras de la PUCP decidieron llevar a Oswaldo Reynoso, el hoy finado escritor, a que diera unas charlas sobre su experiencia literaria y sus celebradas novelas. Reynoso, que había vuelto de la China, donde había permanecido por décadas, era un anciano de melena canosa y gordura elegante. Sabíamos Marco García Falcón y yo, entonces parte de ese público de estudiantes, que Reynoso era un sibarita del lenguaje, un tipo que evaluaba los textos por el sonido armonioso de sus sílabas. De las muchas observaciones que hizo, quizá la que más me sorprendió fue una que poco tenía que ver con el estilo. Lo cito libremente, quizás poetizando el recuerdo: “El escritor verdadero, el gran escritor, construye símbolos cuando escribe, significados de belleza estética, aun cuando no lo sabe, aun cuando no lo prevé. Es su marca personal y única. Introduce en esos símbolos algunas ideas como un sello de agua y las pone en cada línea, diciendo para todos quién es literariamente. Sus obsesiones, sus símbolos aparecen por todos sus textos, así lo quiera o no”. Creo que esto es especialmente cierto en la escritura de Marco García Falcón.

Su mecanismo narrativo es simple e ingenioso, pero no por eso menos incisivo. Tanto en sus novelas como en sus cuentos hay un sueño, o la promesa de un sueño, o quizás alguien que habla de un sueño como una forma de plenitud personal. Y, contra lo esperable, el mecanismo narrativo detona no porque esa vida soñada se persiga y no funcione, o solo funcione con palabras. El mecanismo estalla, la novela se cuenta, porque el autor se plantea relatar cómo es posible que ese sueño, esa plenitud tan querida y deseable, se revela paulatinamente como un equívoco. Escribe sobre cómo sucede que, a pesar de resultar estados deseables, es posible que esos sueños no sean buenos para quien sueña o este no los puede alcanzar porque se equivocó y no le corresponden porque parten de un error de juicio sobre sí mismo. No; no son historias de desengaño, aunque el renunciar a una ilusión encierre una cuota de melancolía. Son historias de sinceridad en un sentido que no es trivial, porque antes que la verdad de las emociones propias revelan el aprendizaje sobre la personalidad en sí misma. García Falcón nos enfrenta a una suerte de lucidez contrariada, que más o menos podría resumirse así: “Somos seres falibles, somos efigies imperfectas que proyectamos con nuestros pensamientos el ideal del paraíso en la Tierra, pero ese ideal no puede cumplirse, no puede ser así, porque tal como somos quizás el verdadero tamaño de la esperanza humana (citando a Borges) no sean nuestros sueños, sino, más bien, de modo algo más modesto, nuestra capacidad de resistir, de reinventarnos ante nuestra limitaciones, de continuar viviendo, con la belleza del lenguaje pero también sin ella”.

Cuando en 2002 se publicó el primer libro de Marco García Falcón, París personal, fueron muchas los comentarios elogiosos y pienso que ningún libro de cuentos debut hasta la fecha ha recibido una recepción de la crítica especializada y el público locales tan calurosa como aquella. Hace un par de años, una reedición de la colección fue celebrada por uno de sus presentadores citando, en tono de plegaria, la primera línea del libro: “Viajar es mudar de piel”. No les faltaba razón a él ni al autor. Por un lado, el viaje fue uno de los símbolos del ritual de transformación en la literatura antigua y también del aprendizaje de lo inesperado. García Falcón a su vez nos explica, usando este libro sobre latinoamericanos pobres en París, que “piel” aquí quiere decir una vida posible de crear para un viajero. Entonces, el libro contiene tantas vidas posibles como cuentos. En el caso de París personal, el sueño que reúne las historias es la de tener una vida de artista en la Ciudad Luz, como la tuvieron los existencialistas franceses, como en la belle epoque, como durante el tiempo en que los escritores del Boom Latinoamericano caminaban pobres pero lujuriosos de literatura por el Barrio Latino. Así, los cuentos son avatares de viajes que transforman a sus protagonistas. También, vale precisar, son textos en clave para quienes por esos años estudiábamos con García Falcón en la universidad: ahí, junto con los viajes, estaban nuestras lecturas, algunos de los profesores que admirábamos, algunas de nuestras conversaciones de cafetería. Pero, sobre todo, estaba por primera vez el rol que jugaba en esa narrativa el demonio de la transformación, de lo mutable.

No es casual que antiguamente los latinos pensaran en el cambio como un demonio. En París personal, la transformación es lo que se entromete entre el soñador y la estabilidad de su sueño para marcar el camino ambiguo de la pérdida y, al mismo tiempo, de la ganancia: el abrupto despertar, el fin del sueño, que es conocimiento sobre uno mismo. Para la Edad Media, a veces el demonio era el súcubo que se posaba sobre el estómago de quien dormía y le perturbaba el sueño con su peso (el estómago pesado); así, el demonio era el cambio realista que molestaba, pero que, a la vez, brindaba conocimiento sobre la primacía de los sucesos de la vigilia sobre el sueño. García Falcón entiende en sus historias que la vida es un poco más gris por la transformación que ofrece. Pero la secuencia está ahí: el viaje, la transformación, la melancolía, el aprendizaje.

No es raro que su segundo libro, El cielo de Capri (2007), una novela corta, también sea sobre un viaje, esta vez un único viaje, de una pareja de ancianos que decide celebrar un aniversario de bodas en esa paradisiaca isla del Mediterráneo italiano. Luego de París personal, la escritura de García Falcón viaja de vuelta al punto de origen de cualquier travesía: la familia, y a su centro: la pareja. El movimiento es entonces desde un lugar exótico, artístico, hasta el corazón de los rituales y los sentimientos sobre la vida buena o la mejor vida en lo cotidiano. Ese viaje al corazón de la vida conyugal, a sus imágenes ideales, a sus sueños, está también en otras dos novelas: Un olvidado asombro (2014) y Esta casa vacía (2017). También se trata de trayectorias transformadoras: son biografías de padres, hijos, esposos, tíos, sobrinos, cuyos movimientos, a través de un reino particular de los sueños, nos dicen lo que debiéramos aspirar por familia unida, pacífica y próspera. Son los sueños de la adultez, que no tienen el esmalte prestigioso y artístico de París personal, pero sí la forma de paraísos vivos, nuestros, del presente. Enumero alguno de esos sueños: el deseo de la vejez feliz y saludable de los esposos, el de relación matrimonial fiel e inquebrantable, el de la casa propia que uno mismo levanta para que ella ocupe el sitio de la casa del padre (dejar de ser hijo para convertirse en padre). Podría incluso simplificarse la imagen y pensar en el ideal de la familia siempre saludable que sonríe feliz en la foto de centro de mesa de la sala. Para García Falcón, los que habitamos el presente siglo XXI ya no tenemos por sueños tomar barcos o naves vertiginosas para poblar continentes desconocidos; ocupado y cartografiado el mundo entero, nuestro viaje a la felicidad se reconfigura hacia el corazón del hogar.

Así, Antonio, el anciano escritor de El cielo de Capri, el decano Joaquín Bolarte de Un olvidado asombro y el profesor Giovanni Perleche de Esta casa vacía quieren construir una vida cotidiana a la medida de los sueños de los viajeros ilusionados: uno con el amor sin fisuras de pareja; el otro en el triunfo personal, profesional, como espejo de una vida mejor que la del padre; el último quiere construir una casa como refugio perfecto. No son minucias; más bien, son aspiraciones ambiciosas. En estas novelas, García Falcón nos refiere de muchas maneras itinerarios biográficos al interior del hogar perfecto para mostrarnos que este no puede ser. O de otra forma: que los hijos, los tíos, los padres, los individuos imperfectos que soñamos fracasamos varias veces por muy buenos deseos que nos animen. O apenas sobrevivimos precariamente. Esto, que en otros escritores tiene el destemplado gesto de la tragedia, o busca simbolizar algún drama nacional, presenta, en los libros de García Falcón, más bien la silueta íntima, el ritmo de una exploración delicada, y la iluminación de las tardes grises cuyos brillos dorados permiten animarse, contar chistes, persistir en las pequeñas bellezas cotidianas. Son historias que ofrecen una mirada empática con ese tipo de lucidez agridulce, que se nos impone como necesaria. Porque en ellas se habla de individuos que están despertando de un sueño de plenitud familiar, a veces muy bello, a veces solo una ilusión vaga, y quizás abriendo los ojos podrán conocer lo que una naturaleza imperfecta pueda conseguir, la suya propia, y aprender a vivir con ella y de ella, y quizás algún día vivir más y mejor.

También cabe decir que los personajes de García Falcón están viajando y no son culpables de viajar. O que están cambiando de piel. O, para explicarme de mejor manera, que su aprendizaje doloroso de la lucidez, la molestia de despertar que regala el demonio sentado sobre el estómago, el dios de las transformaciones, no se debe a un problema de origen, a un pecado original. A Perleche o a Bolarte no se les desmorona el hogar soñado por pecar o por obra del destino. Se les desmorona por no haber aprendido lo suficiente de sí mismos, de sus pulsiones y de sus manías, de sus deseos insatisfechos, de las imperfecciones que siempre los van a acompañar, y por buscar tener, como si nada de lo anterior fuese impedimento, una forma de plenitud, de cielo en la tierra. Por eso mismo, el autor los coloca en situación de viaje: solo así podrán cuestionarse y despertar a otra belleza, tener otra mirada hacia una tierra por el momento desconocida.

En La luz inesperada (2018), la última novela de García Falcón, hay otro viaje, ahora protagonizado por Bruno Gózar, un joven publicista. Y eso no es en absoluto gratuito: nuestro autor ha venido explorando con mayor intensidad, pero también con mayor sutileza, los efectos del consumismo y de la búsqueda desconsiderada (acaso inhumana) del éxito. Gózar, de muchas formas, es uno de los que refuerzan y se benefician de ese orden por su profesión de publicista. Pero como es habitual en García Falcón, este lo manda a viajar. Lo manda a Cancún, lo hace pensar que debe financiar un reencuentro de su promoción del colegio, idéntico a aquel con que se despidieron de las aulas al final de la secundaria. La idea tiene algo de fabulosa, pero al leer el libro se ve la perfecta verosimilitud con que ella brota del personaje y la lógica posible de quienes la aceptan. Sin embargo, ese viaje al seno de la comunidad escolar plantea el reencuentro con una historia pendiente de esos años: revivir una noche que denigra a Gózar, y lo humilla física y moralmente, quizás para siempre. Como ocurre con los otros libros de García Falcón, el tema de la familia ronda muy cerca. Y entonces, el paraíso (Cancún) no es el paraíso (el cielo). Solo de este modo Gózar se encuentra con la transformación del viaje y el conocimiento que le brinda una trayectoria por una tierra distinta y una luz distinta, por una belleza inesperada. A través de Gózar, además, hay un adentramiento a un itinerario singular, que se venía explorando en anteriores narraciones de García Falcón. Aparecen formas de nuevas masculinidades contemporáneas. No las del pater familias autoritario, del matoncito, o del soberano más o menos piadoso del cosmos de cuatro paredes que se denomina hogar. Son, más bien, las de la autoestima frágil, las de la vulnerabilidad oculta o asolapada para no parecer menos antes los demás, o para no ser aplastados por los más fuertes. Es decir, Antonio, Bolarte, Perleche y Gózar comparten una misma naturaleza íntima: son lúcidos y confusos a la vez. Son hombres que sueñan con las felicidades colindantes o próximas a la belleza, al ideal, pero que a la vez se entregan a transgresiones comunes sin entenderse muy bien a sí mismos. Es decir, se observan, se evalúan, evalúan a los otros, se preguntan por qué hacen lo que hacen, y eligen las respuestas más lógicas. Pero invariablemente siguen los espejismos que se les aparecen frente a los ojos, los que encubren un paraje finalmente solitario. Solitario, pero instructivo; a su modo, otra belleza. Para que aprendan algo.

Si todo escritor verdadero lo es, como creía Reynoso hace más de veinticinco años, porque cualquier trozo de sus textos tiene el símbolo que los resume como escritores, porque nos muestra donde sea el peculiar trayecto de su imaginación, entonces cualquier párrafo de los textos de García Falcón podría dar cuenta de esta lógica reincidente del sueño, el viaje, el despertar. Vuelvo a leer “De un azul purísimo”, un cuento de hace dieciséis años de París personal. Allí un artista viejo, Tino Fallaci, sale de su casa a recibir una jaula de pájaros, que le han traído Ivo y Paloma, dos latinos que trabajan entregando encomiendas especiales en Francia. Con seguridad, el fragmento tiene su propio significado en el libro, pero también cifra, como creo, el mecanismo narrativo de García Falcón. Así, Fallaci no ha traído los pájaros para él, como podría pensarse, sino para liberarlos con ese gesto particular con el que concluye el cuento:

“Tino Falacci los coge maravillado y los lanza por los aires con un entusiasmo infantil, pero ninguno alcanza a ganar altura. Así está durante algunos minutos hasta que uno (uno de hermoso plumaje color ámbar) aletea con más fuerza, se sostiene sobre sus alas y planea en un vuelo rasante por el cielo cada vez más claro. Luego desciende hasta casi tocar el empedrado y retoma el vuelo mientras los demás pájaros empiezan a seguirlo. Entonces Paloma y Tino Falacci alzan los ojos y contemplan en silencio cómo se forma una bandada de pájaros de infinitos colores que cruza un cielo de un azul purísimo, y la acompañan en su vuelo con un indescriptible sentimiento de felicidad que no han sentido en mucho tiempo y que los abandonará apenas no vean otra cosa en el horizonte que una nube, una pequeña nube blanca en medio del azul del cielo.”

Así, el escritor lanza a sus personajes al cielo de los sueños con felicidad indescriptible, un cielo colorido y aparentemente vivo al que siempre han aspirado acercarse pero que también es un paraíso vacío, uno que apenas tiene una sola nube. Cuando esas historias terminen, los personajes habrán de comprender que esa nube y ese cielo son lo único que hay, y que deben seguir adelante porque, pasado ese sueño de plenitud de colores, ese espacio en blanco o de una sola tonalidad es todo lo que les queda para volver a intentar ser felices.