Svetlana Alexievich: decir el horror

Apuntes sobre Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich, ganadora del Premio Nobel de Literatura 2015.

 

Por Miguel Flores-Montúfar

Voces de Chernóbil, publicado originalmente en 1997 y luego en una edición actualizada en 2006, es el libro más conocido de Svetlana Alexievich (1948), la periodista bielorrusa que el año pasado fue la primera escritora de no ficción en recibir el Premio Nobel de Literatura.

El libro aborda la tragedia de Chernóbil, el mayor accidente nuclear del siglo pasado. La madrugada del 26 de abril de 1986, mientras se realizaban pruebas en la central nuclear (ubicada en Prípiat, la actual Ucrania), se produjo la explosión del hidrógeno almacenado en uno de los reactores. La cantidad de sustancias radiactivas expulsadas desde allí fue, aproximadamente, quinientas veces mayor a la de la bomba lanzada en Hiroshima, en 1945.

La palabra clave en esa explicación objetiva es la única subjetiva: tragedia. El libro de Alexievich menciona esos datos, los objetivos, de manera tangencial, sin detenerse demasiado en ellos: sirven únicamente de punto de partida para ingresar a lo verdaderamente importante, que es el conjunto de desgracias humanas que componen Chernóbil.

La autora (como en otros de sus libros) cede su voz a los verdaderos protagonistas, que no salieron en los informes ni declararon a la prensa, y fueron casi completamente obviados en las memorias del evento: vecinos de la zona, víctimas directas, familiares, damnificados, médicos y voluntarios, profesores, científicos, autoridades locales. Todos ellos hablan en primera persona. De esa forma Alexievich cede, también, la posición desde la que ella escucha las historias: allí se ubicarán ahora los lectores, obligados a presenciar, aunque sea de manera indirecta, el horror.

Ahora bien, los monólogos no son un regodeo en la miseria y el espanto, sino un ejercicio necesario para acercarse al abismo desde el que nos hablan los involucrados. El libro gira en torno a eso, a esa posición frente a la nada, desde la que no hay experiencias personales, referencias históricas o expresiones estéticas que sirvan para comparar e interpretar lo sucedido. Un puñado de los monólogos pertenecen a personas que han padecido la guerra (sus testimonios sobre lo que les había tocado vivir antes de Chernóbil son desgarradores), pero nunca han visto algo como eso; una profesora de literatura busca sin éxito apoyo en los clásicos; un historiador se ubica ante un evento sin precedentes (ni siquiera comparable a Hiroshima y Nagasaki); uno de los soldados, destacado en la zona luego de la explosión del reactor, se pregunta: «¿Quiénes éramos en realidad? ¿Qué hacíamos? Me gustaría saberlo. Leerlo en alguna parte. Y eso que yo mismo estuve ahí.»

Chernóbil es, entonces, un agujero en la cronología humana: los protagonistas se encuentran abandonados por la historia, por las artes, por la ideología, por la patria: un episodio desconectado de todo lo anterior, huérfano de referencias y de soporte. Y además, privado de porvenir: no se podrá nunca hablar de un ‘después’ de Chernóbil, porque las generaciones futuras están genéticamente condenadas al riesgo de la malformación y la enfermedad, porque las partículas radiactivas sobrevivirán por mucho a nuestra especie, millones de años más. En ese contexto, ¿qué debe narrarse? ¿Cómo? ¿Desde qué perspectiva?

La autora sugiere algunas pistas. La primera es, como ya se vio, la recuperación del individuo. Con los monólogos inicial y final, Alexievich señala el primer camino que hay seguir para leer (aún en otra época, en otro idioma y desde lejos) este suceso: más allá de las cifras, de los responsables y de las consecuencias (que no hay que omitir de ninguna forma, pero incluso más allá de eso), Chernóbil representa la destrucción masiva de miles de historias individuales. Y en ese sentido, Voces de Chernóbil es un intento por recuperar la individualidad de cada ciudadano (muchos años mimetizada con la del resto, convertida en objeto de estudio, detenida en el tiempo como un episodio histórico). La autora afirma: «Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre.»

Esa intención también se hace evidente en el afán por separar al hombre del sistema. Aunque ningún monólogo pertenece a una autoridad de alto rango, y muy pocos incluyen acusaciones directas al gobierno, la presencia de este es evidente. La ya tambaleante Unión Soviética es, entonces, todavía poderosa, sobre todo para sus ciudadanos más débiles: ellos esperan explicaciones que llegan tarde y mal, reciben información falsa, son enviados al reactor sin protección mínima. El Estado, pocas veces mencionado, está presente en cada una de las historias: muchas de las víctimas perdieron su vida, la arruinaron o condenaron a su descendencia porque confiaron en el Estado, en lo que él representaba, o porque le temieron.

Encasillados por partida doble (como protagonistas de un suceso histórico terrible, y también como parte de una gran unidad política e ideológica), algunos de los entrevistados se descubren con sentimientos propios, no sintonizados previamente con los de la comunidad o la nación: por primera vez se asumen individuos.

El libro también propone un examen de nuestra relación con la naturaleza. Para muchas personas, nacidas y crecidas cerca del campo, la naturaleza no ha cambiado, permanece como antes. Por tanto, resulta difícil entender la radiación: muchos de ellos han vivido el peligro durante la guerra, y saben que este puede verse. Sin embargo, quienes trabajan con animales, y observan su comportamiento más detenidamente, notan algunos  cambios: los gusanos cavan más hondo en la tierra, las aves y las abejas desaparecen. En esa reacción animal hay cierta superioridad instintiva, porque evidencia una comunicación más clara y armónica de los animales con la naturaleza que los rodea. ¿Qué hacen, en cambio, los hombres? En su búsqueda por salvarse, cuando entienden el peligro, abandonan el lugar y eliminan a los animales para que estos no extiendan la radiación. Dice Alexievich: «El hombre solo se salvará a sí mismo, traicionando al resto de los seres vivos.»

Algunas personas, sobre todo los ancianos, se niegan a salir de su tierra, por envenenada que esté. Algunos vuelven luego de las evacuaciones y se instalan en las ciudades deshabitadas. También están los que llegan huyendo de una guerra en sus países de origen, y encuentran una ciudad en la que, por lo menos, la muerte no les dispara entre los ojos. En todos estos casos, persiste un denominador común: la guerra, que es el grado de horror más alto que conocen, se manifiesta a través de medios mucho más inmediatos y visibles, y está conectada con sucesos que conocen y a los que han aprendido a temer. Ante eso, el peligro de la tierra contaminada de radiación resulta, si no inofensivo, por lo menos imperceptible.

Alexievich recoge, además, los intentos de sus entrevistados por interpretar lo que les ha ocurrido. Ya hemos mencionado la frustración de maestros, científicos e historiadores. En el libro también se incluyen las lecturas de Chernóbil que hacen algunos creyentes, a la luz del Apocalipsis. Y abundan los chistes sobre la radiación y sus consecuencias genéticas, así como sobre los soldados rusos, más entregados y más efectivos que los robots japoneses o norteamericanos.

Soldados, bomberos, liquidadores, milicianos, voluntarios, científicos, médicos, maestros, ciudadanos: ¿quién es el héroe? Voces de Chernóbil también cuestiona ese concepto. Los bomberos y liquidadores que enfrentaron al reactor en los primeros días, reconocidos como héroes por el gobierno, no eran conscientes de que estaban arriesgando sus vidas. Varios científicos callaron lo que sabían (sobre las dimensiones del accidente) para no desestabilizar al régimen, y también fueron reconocidos como héroes. Muchos voluntarios y soldados, que llegaron más tarde a la zona contaminada, iban “llamados” por su patria, a la que obedecieron por convicción o por temor. Algunas acciones heroicas nacieron de la casualidad, de la intuición o incluso de órdenes mal ejecutadas. ¿Cuántos escogieron libremente su destino? ¿Cuántos eran absolutamente conscientes de lo que estaba pasando? ¿Cuántos actuaron para solucionar el problema, aunque las órdenes fueran opuestas?

La perspectiva humana vuelve a entrar en crisis. Así ocurre también con algunos habitantes damnificados de Chernóbil, que, en los primeros años posteriores al accidente, controlan su lamento y lo activan cada que ven llegar a miembros de una organización de ayuda social. Así ocurre con la canibalización de Chernóbil, la ciudad fantasma, convertida ahora en el punto más importante de las rutas de turismo nuclear.

En su monólogo, el historiador Alexandr Revalski dice: «¿Qué hace falta? Dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿La nación rusa será capaz de realizar una revisión de toda su historia de manera tan global como resultaron capaces los japoneses después de la Segunda Guerra Mundial? O los alemanes. ¿Tendremos el suficiente valor intelectual? Sobre eso casi no se habla. Se habla del mercado, de los cupones de la privatización, de cheques… Una vez más, nos dedicamos a sobrevivir. Toda nuestra energía se consume en eso. Pero el alma se deja a un lado. De nuevo el hombre está solo.

»Entonces, ¿para qué todo esto? ¿Para qué su libro?»

Inmediatamente después, sin embargo, el mismo Revalski se responde: «Un personaje de Bulgákiv, en su Cábala de los beatos, dice: ‘He pecado toda la vida. He sido actriz’. Es la conciencia del carácter pecador del arte. De lo inmoral de su esencia. De este asomarse en las vidas ajenas. Pero el arte es como el suero de un infectado: puede convertirse en la vacuna para otra experiencia.»

Eso es, finalmente, Voces de Chernóbil: una construcción artística brutal y necesaria, como el suero del infectado, que nos muestra el abismo y nos obliga a mirarlo, a pensar en él y a pensarnos en él: el peligro no es la radiación, por supuesto, sino ese contexto en el que la humanidad se enfrenta a una desgracia nueva, para la que no hay explicaciones, formas de enunciar, ni esperanzas posibles. Eso es el horror.