Pulsión tanática en «Bitácora del último de los veleros», de Orlando Mazeyra

 

Presentamos una reseña sobre la más reciente novela del escritor arequipeño Orlando Mazeyra Guillén.

 

Por Pedro Novoa*

«La muerte no nos roba los seres amados.
Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo.
La vida sí que nos los roba muchas veces y en definitiva.»

François Mauriac

Uno de los tantos motores que mueven al hombre es aquel que no lo moverá jamás: es un miedo, una excusa, un salvoconducto feroz que justifica ese viaje por los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Si Jorge Manrique hubiera tenido un velero, quizá se hubiera colocado también un motor similar, porque la pulsión tanática no sólo impulsa, sino arrastra. Buscar la muerte es una buena forma de evitarla, pues es como saltarla con garrocha, así incluso se llegue a morir. Para los existencialistas, específicamente para Sören Kierkegaard, la condición finita del hombre provocaba en los lúcidos desesperación y en los imbéciles, ignorancia feliz. Pero se olvidó agregar que entre la inteligencia severa y la pasmosa estupidez hay un límite sutil poblado por deliciosas criaturas, donde se pueden contar a los héroes y mártires. Y de estos últimos la épica personal y familiar es la que nos acerca más a la médula de esta última entrega de Orlando Mazeyra Guillén.

Un libro escrito en forma episódica que puede leerse como una novela fragmentada, pero que en lo personal lo he sentido más a una colección de relatos con diversos vasos comunicantes, donde sin perder su propia interdependencia aseguran siempre una misma atmósfera temática: la pulsión explícita o sublimada de la muerte.

Detrás de la trinchera de «bitácora», es decir, ese cuaderno de anotaciones donde se registra en plena travesía el rumbo, la velocidad, las maniobras exitosas, pero sobre todo las peripecias, penurias y fracasos, el libro aborda el tema tanático de distintas perspectivas. Se entrecruzan referencias a enfermedades terminales (cáncer), vicios autodestructivos (alcohol, pastillas y drogas), tendencias suicidas, muertes familiares (madre, abuela) y hasta mascotas. El narrador desea que su drama personal termine, pero sabe también que es un no deseo el hecho de morir: «Ojalá todo esto se resuelva con la muerte; pero yo no quiero morir» (p. 63), «Quieren matarse, y a la vez, tienen miedo de morir…» (p. 73). La fluctuación es inevitable, la resolución íntima se posterga o sublima, al no morir realmente, se juega a morir: «Quiero morir mucho. Muchísimo. A plenitud» (p. 158). Una muerte que se arrastra en una vida desperdiciada. Esa ruta de no seguir la verdadera vocación, la de ponerse una máscara siempre más grande o más chica, es también una forma deplorable (quizá la peor) de ir muriendo de a pocos. Y al morir no sólo nos vamos, jalamos todo: familiares, mujeres y hasta hijos por venir. «Una muerte se lleva más vidas» (p. 73) pero por supuesto, no sólo se lleva, las parasita, las agusana y pudre.

Es interesante, por otro lado, el tema sicoanalítico, la voz flotante de la mayoría de historias partidas no ha resuelto el complejo edípico y mantiene un fuerte cordón sentimental con la imagen materna (madre) o con la versión alterna de ésta (abuela, Micaela), donde más que amar al ser nutricio, engendrador, se esmera en mantener como sea el vínculo (sobre todo con el de Micaela, figura sublimada de la madre). En contraparte, también se busca rechazar o por lo menos oponerse en una lucha por momentos infantilizada con la figura paterna por la instrumentalización del juego (una bicicleta y luego una máquina de escribir). Porque «conversar con papá es escribir de verdad» (p. 165). Y decir «infantilizar» no en el sentido de rozar lo ingenuo, sino redimir a través de la comprensión intuitiva. No se le odia, sino se le reprocha entrañablemente sus variadas debilidades. Es como si se hubiera querido un súper padre y sólo se ha obtenido uno demasiado frágil, a pesar de su cáscara machista. Se le increpa su vicio alcohólico, su falta de liderazgo social, su precaria trascendencia gregaria (sólo tiene un amigo que para colmo pretende a su mujer) y sobre todo el hecho de haber manifestado su no deseo de haber tenido hijos. Es más, él mismo ha concretizado ese no deseo de ser padre, primero al manifestar a Micaela su disconformidad con su embarazo y luego la aceptación estoica y casi tranquilizadora de su aborto. El narrador está jugando a ser su propio padre y, lo que desprecia en él, es la concretización de su no deseo en él mismo. Es más, esto se remarca cuando Micaela se jacta de su maternidad (con otro hombre) ante la madre del narrador. Pero éste la sigue queriendo, sigue atado al cordón umbilical de Micaela. Amarrado a los vericuetos familiares, la autoficción, es notable la lógica reflexiva que racionaliza el narrador cuando afirma que «en la ficción genuina cada golpe va sobre uno mismo» (p. 76). Y, en efecto, los mejores pasajes del libro están referidos a esa violencia de rebote que el narrador se empeña en prodigar a cuanto ser querido tenga cerca. Como si todo lo que rompiera fueran espejos de él mismo, repetidos hasta la autodestrucción final.

La pulsión tanática toca los acordes de referencias suicidas de grandes escritores como Arguedas, Hemingway y Pizarnik, se da tiempo para recurrir no sólo a la literatura, sino también al cine. «La muerte no es mala sólo porque alguien se va, sino porque muchas veces deja asuntos sin resolver, cabos sin atar» (p. 84). Ésta es su paradoja mayor: es una solución irreversible, exacta para quien muere; pero a su vez es un truncamiento eternamente inconcluso para los que se quedan. Manuel Vincent decía con no poca razón: «La perfección es la muerte; la imperfección es arte». Es por ello que en la imperfección se busca respuesta a todo o quizás más preguntas. Es por ello que se escribe desde la imperfección.

Si bien se sentencia en el libro que «toda adicción es una búsqueda angustiosa de Dios» (p. 64) y luego más adelante que para ser realmente feliz, por lo menos un día: basta con emborracharnos. Quizá la sabia salida sería beber hasta ver a Dios. Lo cierto es que la escritura también es un vicio, un delicioso y paulatino desmoronamiento sacudido por pulsiones tanáticas. Así que parafraseando otra parte del libro: «me gustaría escribirle una carta a Hemingway pidiéndole un poco de alcohol y una buena escopeta para no estar solo en Nochebuena» (p. 116) [Y me permito agregar]: ni en ningún otro momento. Porque a las finales, cada quien podrá escribir como pueda, esa bitácora última de su individual velero. Y lograr como la muerte, no robarnos los seres amados, sino guardarlos: inmortalizados a punta de sangre, tinta y letras. Y a lo Mauriac, desconfiar más bien de la vida, porque ella sí nos roba los seres queridos y nos desaparece para siempre.

 

*Pedro Novoa Castillo (Lima, 1974). Premio Internacional de Novela Corta Mario Vargas Llosa. Ha publicado, entre otros, Seis metros de soga (2012), Maestra vida (2012), Cacería de espejismos (2013), Tu mitad animal (2014) y El fantástico susurro de los cuentos (2016). Ha sido finalista del Premio Herralde 2014 de Novela y del XI Prix Internacional Hemingway. Primer lugar  en la XXVII Edición del Concurso de Cuento de las 1000 palabras organizado por la revista Caretas.