Martín Adán, el más excéntrico y entrañable poeta bohemio

De cómo la experiencia de conocer la celda del hospital Larco Herrera en la que dormía este gran poeta llevó a la escritora Alina Gadea a recordar la figura y la obra del gran autor de La casa de cartón. 


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Por Alina Gadea Valdez*

Hace unos tres años tuve la suerte de conocer la celda de Martín Adán en Larco Herrera. Fue algo que nunca hubiera imaginado que podría llegar a hacer. Sucedió cuando acompañé a una persona querida a recibir un tratamiento ambulatorio en ese hospital. Mientras esperábamos su turno tuve suficiente tiempo de observar la construcción palaciega, sus jardines. Vi deambular a algunos  pacientes y adivinar a otros confinados en alguna parte recóndita. Batas blancas, médicos y enfermeras. Muros anchos de adobe -un tanto desmoronados- que lucían entrañas de quincha y barro. Ventanas de vidrios polvorientos por los que apenas pasaba la luz. Telas de araña. Sus espacios de planos afrancesados, bastante tugurizados ahora. Árboles sedientos y flores descuidadas. Terrales con maleza creciendo tan desordenada y oscuramente como esas sombras en sus cabezas, pensé con cierta melancolía. Sin embargo me resultó un lugar encantador. Más que eso; un lugar mágico, protegido de la voracidad del mundo, de la vulgaridad de la vida real. Estaba absorta. 

La voz de una enfermera me sacó de estas cavilaciones. Llamaba al siguiente paciente: era hora de entrar al consultorio asignado. Mientras el doctor le indicaba un nuevo tratamiento a mi amigo, me preguntó a qué me dedicaba. A escribir, le contesté con cierta inseguridad, sentada frente a él en una silla de palo. El cubículo era bastante pequeño y de techo muy alto. Y seguí, ya no me podía detener. Me gusta mucho este lugar, quisiera… y no me atreví a continuar. No me extraña, repuso, no es la primera vez que viene un escritor y me dice que le gusta este lugar. Si usted desea, le puedo enseñar la celda de Martín Adán. El corazón me dio un vuelco. El psiquiatra pareció percibirlo porque se levantó inmediatamente, sonriendo y me dijo que lo siguiera. Caminé por un estrecho corredor de piso enlocetado de mosaicos antiguos, rajados y desgastados. Pensé en fantasmas bailando sobre esos opacos pisos, presos entre esos descascarados y penumbrosos muros. Llegamos a la celda. Una débil luz iluminaba tenue el cuarto pequeño, cuadrado como un dado. Calculé cuatro por cuatro metros, incluyendo la altura. Un camastro perfectamente tendido, una mesa y una silla de palo. Las paredes pintadas de un tono celeste pálido. Una ventana que daba a ese jardín sombrío. Quise por un instante, locamente, sentarme ahí, sacar mi libreta y ponerme a escribir. El doctor con un gesto me indicó que regresáramos a su consultorio y en el camino por el corredor, no pude apartar de mí al poeta. Resonaba en mis oídos su voz grave en cada paso: yo solo sé de mi tristeza y mi zapato. El mar es un alma que tuvimos que no sabemos donde está… 

Al despedirnos me ofreció que sacara un carnet de visitante para que fuera a instalarme a escribir. Parecía haber detectado mi deseo de permanecer allí, en algún rincón o entre las sombras de los árboles escribiendo mis notas. Regresé varias veces. Llevaba una libreta y el libro que estuviera leyendo. La última vez que estuve ahí llevé La casa de cartón y me puse a leerle fragmentos a mi amigo, mientras esperábamos su turno. Leía algo como Ella salió del mar con su vestido de agua y se subió los tirantes de su desnudez, o algo como que la niña se tiraba al agua desde el muelle envuelta en hedores verdes de mariscos y su pelo parecía un pulpo colgado de un garfio en el mercado. Tuve que interrumpir esas increíbles sinestesias porque nos tocaba entrar. Al cerrar el libro me sorprendió ver a nuestro alrededor a varios internos protestando porque querían seguir escuchando esas palabras. Y me sentí muy cerca de ellos. Al dejar el lugar, ya en la puerta, sentí nostalgia por ese palacio vetusto y decadente y por ese mundo tan incomprensible que habitaba en esas mentes. Sentí nostalgia por los pasos de Martín Adán. 

Han pasado ochentaicuatro años desde que Rafael de la Fuente Benavides, siendo apenas un adolescente, escribiera La casa de cartón. Desde la primera frase de este singular texto, nos sentimos envueltos en la neblina del malecón y arrullados por el vaivén del mar: ya ha principiado el invierno en Barranco, raro invierno, lelo y frágil. En que parece que va a hendirse en el cielo una punta de verano. Y nos lleva a lo largo del texto por un mundo único de escenas surrealistas, en el cual su personaje principal es Barranco y la adolescencia. Es insólito que siendo casi un niño contara como parte de su universo con el Stephen Dedalus del Ulises y del artista adolescente de Joyce.  Su lenguaje trae reminiscencias de alguna poesía de su admirado Eguren. Sus páginas irracionales parecen sacadas del inconsciente, de lo que guardamos más internamente. Quizás por eso nos toca de esa manera tan imborrable y nos hace sentir al cerrar sus páginas, que hemos salido del mar de Barranco como de un sueño y que la ola suena en la orilla como un aplauso en un teatro. 




*Alina Gadea Valdez. Es abogada, graduada en la Universidad Católica. Ha participado en varias antologías de cuentos entre ellas, Primeras HistoriasMatadoras (Estruendo mudo) y Disidentes 1 (Editorial Altazor). Obtuvo el premio Copé Bronce 2006, en la XIV Bienal de Cuento de Petroperú, por el cuento La casa muerta. En el 2009 publicó su primera novela Otra vida para Doris Kaplan (Borrador Editores). Acaba de publicar la novela Obsesión (Editorial Altazor), thriller psicológico que retrata una Lima brumosa en la que se entrecruzan personajes complejos que buscan una existencia más intensa. 


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