Julio Ramón Ribeyro y sus cumpleaños

Nadie imaginará seguramente al querido ‘flaco’ Ribeyro festejando sus cumpleaños entre bailes y bebidas. El escritor peruano se entregaba a la reflexión, muchas veces en la soledad y antes o después hacía un registro por escrito. Les compartimos algunos fragmentos de sus diarios con las anotaciones que realizaba a propósito de su onomástico, 31 de agosto.

 

 París, 30 de agosto de 1954

Recibí mi cumpleaños (25) con Jorge Benavides y Manuel Aguirre en un barcito de la rue de la Hachette. Bebimos vino y escuchamos jazz. Serenidad y alegría.

 

Munich, 1 de septiembre de 1956

Cambio de residencia. Pequeño cuarto en Schellingtrasse con ventanas al patio interior. Atmósfera ligeramente opresiva, adversa al trabajo de invención, favorable al análisis. Ayer cumplí 27 años. Recibí a Paco Pinilla en la estación de Munich.

 

Lima, 30 de agosto de 1959

Cuando era más joven me decía «Antes de cumplir los 30 años debo hacer algo importante». Mañana los cumplo y no he realizado nada que valga la pena. Otros han hecho dinero o se han casado. Yo no he hecho sino gastar el dinero y perder o renunciar a las mujeres (C. se ha casado en Estados Unidos con un médico italiano y Mimí espera en Amberes desde hace mes y medio una importantísima respuesta mía que todos los días aplazo). Todo esto es el precio de una carrera literaria, en este pobre país. ¡Si por lo menos me dieran el premio de teatro! Sería suficiente para justificar todo mi último año de vagancia, de mala noche, de enfermedad y de despilfarro. Con su importe podría también incrementar mi ya escuálido capital y tentar el regreso a Europa. Pero pasan los días y nada, nada, nada. Interrumpido mi relato «Al pie del acantilado». La casa a punto de alquilarse y no sé dónde iré a vivir. Hay algo que cruje en medio de todo esto, algo que va a derrumbarse. Hace dos noches con Hernando Cortés en un bar sentimos pesar nuestro desánimo y nos dijimos que ya no teníamos juventud.

 

30 de agosto de 1961

JRRCUMPLEpostLPGVíspera de mis 32 años. Ni una sola carta, si exceptuamos la tarjeta de C. la memoriosa. Solo, en mi habitación, bebo mi coñac conmemorativo mientras anochece. No espero a nadie. No espero nada. Quizás mi único regalo fue el que recibí ayer, involuntariamente, de mi editora alemana: algunos ejemplares de mi libro de cuentos traducido al alemán. El año pasado pasé el aniversario en la buhardilla de 28 de Julio en Miraflores. A mediodía vino mi madre a preparar el clásico arroz con pollo. De noche una veintena de amigos me rodeaban. Tuve que preparar tortilla de patatas para todos.

¿Por qué quejarme? ¿No he huido acaso de eso? ¿No es preferible ver las piedras de Saint-Severin, cómo se van dorando y luego ennegreciendo en este crepúsculo caluroso?

 

 

31 de agosto de 1969 (2 de la mañana)

Recibo mis cuarenta años solo, en mi casa vacía. La Place Falguiere desierta. Silencio. Como sólo una vez se cumple esta edad y como me siento leve, muy levemente deprimido (no por envejecer, sino por envejecer de cierta manera) compré, a pesar de mi pobreza, una botella de whisky y dos paquetes de cigarrillos rubios. Para poder servirme un trago tuve que lavar un vaso polvoriento, en una cocina donde hace días que no entro por no enfrentarme a la vajilla sucia.

Lo único que he hecho hoy por la casa ha sido cambiar sábanas y tender la cama y lo único que he hecho por mí, escribir una carta y leer Diálogos de exiliados de Brecht. Luego nada, aparte de mis siete horas en la AFP. Me gustaría estar con Alida y con mi gordo, ambos en Lima, haber comido con ellos, conversado, reído, peleado incluso. Fea soledad, cuando la imaginación se mella y uno no puede ya ni siquiera conversar consigo mismo.

 

 

31 de agosto de 1973

Cumplo hoy 44 años. Creí que no llegaría a esta edad, luego de mis dos operaciones. Ahora de lo que se trata es de llegar a los 45. Pero ése es otro cantar. No quiero que estas páginas que esporádicamente escribo se conviertan en un parte médico. ¿Pero de qué otra cosa puede hablar un enfermo si no de su salud? Alida y Julito en Italia, solo en casa con mamá. Como en un día cualquiera, nada de celebraciones.

(Medianoche)

Llegaron algunos amigos a saludarme. Herman Braun, que me regaló una hermosa litografía suya; los Ciriani, que me obsequiaron una torta de chocolate; y Maggie Bryce, que llegaba directamente de Lima, con un turrón y un cenicero de plata. Bebimos vino hasta tarde.

 

31 de agosto, de 1974

JRR_LPGpost2cumpleUn cumpleaños más. Anoche, sin ganas de salir ni de hacer nada, lo recibí en mi cama, leyendo un libro sobre los Borgia y comiendo un ‘hot-dog’ que yo mismo me preparé. El ‘hot-dog’ me cayó pésimo, estuve vomitando y no pude dormir hasta las cinco de la mañana, gracias a un Nembutal. Pero a las ocho ya es estaba sonando el martillo eléctrico con que hacen no sé qué huecos en la Place Falguière y me desperté. Horas de verdadera zozobra, sin saber qué meterme en los oídos, pues no había algodón. Opté por darme un largo baño y luego traté de escribir, pero el martillo seguía sonando. Decidí ir a almorzar a casa del Cónsul, donde se homenajeaba a un amigo y donde apenas comí y me aburrí espantosamente. Ahora nuevamente en casa, atardece y no haré tampoco nada, no quiero festejos ni regalos. Xavier Domingo me había ofrecido venir a casa para cocinar un conejo con mostaza, pero decliné su oferta. Me gusta pasar mis cumpleaños completamente solo, sin otra compañía ahora que mi gato. Ya bastante ha sido haber recibido carta de mamá -la única- y llamada telefónica esta mañana de mi mujer, desde Capri. ¿Qué más? Más tarde beberé unos vasos de buen vino y si me da hambre me prepararé unos humildes tallarines. Corregiré mi teatro, que estoy pasando en limpio, y leeré en la cama un tomo de Diderot.

 

París, 30 de agosto de 1975 (10 de la noche)

Faltan apenas dos horas para el 31 de agosto, día en que cumpliré cuarenta y seis años. He puesto en el fuego a cocinarse unos tallarines, lo único que encontré después de husmear por la cocina. Magra cena conmemorativa. Y solitaria además, como me ha ocurrido otras veces y como me gusta además. Y me encuentro muy tranquilo a pesar de las malas noticias, de las deudas, enfermedades y otros problemas. Como pensaba ahora en el balcón, no estoy realmente apegado a nada, todo pueden quitarme y a todo puedo renunciar, salvo a tres cosas: mi hijo, mi mujer y mis papeles. El resto lo regalo, aunque no sea mucho: libros, discos, ropa, unos cuantos muebles, cuadros de amigos. Es sobre todo mi pequeña familia lo que me preocupa y tiemblo ante la sola idea de que puedan sufrir.

 

París, 31 de agosto de 1975

Mi mejor regalo en este aniversario ha sido la buena noche que pasé, habiéndome despertado solo dos veces, sin náuseas ni ardor. Mañana dominical dedicada al trabajo, pues al fin logré pasar en limpio mi cuento “Tierra incógnita” que terminé hace diez días. Probablemente necesite una tercera copia pero recibí carta de mi editor que me urge para que le envíe el tercer volumen de La palabra del mudo, lo que me obligará a concluir rápidamente otros relatos comenzados y dejar sin pulimento los ya listos. Escuchando a Sydney Bechet, espero a Leopoldo que viene a almorzar.

 

París, 30 de agosto de 1976 (11 de la noche)

LatentacionFracasoPortadaLPGVísperas de mi cumpleaños, esperando a Alida que llega de Italia, feliz por haber concluido mi cuento “Silvio en El Rosedal”. Este último hecho justifica mi mes de soledad y recluimiento, que hasta hace poco me parecía condenado a la esterilidad y el fracaso. Pero en los últimos días hice un esfuerzo y terminé este relato empezado tantas veces hace dos o tres meses. Y en las condiciones más horribles: rodeado de caca de gato, que se ensució en todos los maceteros que me rodean, la alfombra inmunda pues la aspiradora se malogró, el dedo índice derecho tronchado por un absurdo corte con una lata de conserva, mal de salud y atormentado por la falta de sueño. Lo que me obliga a revisar mi teoría sobre la necesidad de una atmósfera y un decorado apropiados. Pero quizás la confirme, pues el relato es de una tristeza sin par. Tendré que dárselo a un lector de plena confianza para que me diga si al fin he logrado expresar, sin recurrir a la confidencia, lo que guardo en mí.

 

31 de agosto, de 1977 (12 m.)

Yo que pensaba recibir mi 48 cumpleaños metido en la cama con un buen libro, como en veces anteriores, lo recibo inesperadamente cenando en forma opípara en La Coupule, en amena conversación con un desconocido. Rectifico, con un muchacho que había conocido unas horas antes y que acababa de llegar de Lima recomendado a mí por Fico Camino. Chico simpático, con vocación literaria y lector inteligente de ‘Prosas apátridas’. Digamos también, para ser justo, que quien cenó opíparamente fue él, pues yo me limité a mordisquear un fino pescado a la parrilla y a comer un pedazo de queso, acompañado por un excelente Morgaux 1963, lo que encareció el convite pues tuve que pagar 200 francos. No me arrepiento de esta salida nocturna, que me permitió escaparme de mi hueco y sentirme joven, sano, en un ambiente tan cargado para mí de viejas ‘performances’ como La Coupoule. Luego regresamos a casa para tomar el café y seguimos conversando hasta las tres de la mañana, hora en que lo despaché a dormir en el cuarto de Julito. De este largo diálogo he sacado en limpio que en Lima hay un grupo de jóvenes, entre los 20 y 25 años, que me leen y me aprecian y para quienes el librito que he citado es tema de reflexión y de discusión. Ello me deja pensativo, pues me hace sentir “responsable”. ¿En qué sentido? En el sentido inquietante de ser tomado como modelo e imitado. Y nada me aterra más que llevar a la gente por el mal camino.

(8 p.m.)

Llamada de Alida de Roma para saludarme por mi cumpleaños. Luego llamada de Pierre Deplace para decirme que Monte Avila se interesa por nueva edición de ‘Prosas apátridas‘. Convergencia de esta llamada con lo escrito esta mañana sobre este libro. Al atardecer visita de Barbara G. que me trae una rosa y unos objetos en oro tan lindos como inútiles, que Alida le había encargado fabricarme para esta fecha. ¿Cómo se llaman estos objetos? Deben tener algún nombre, supongo, pero no lo conozco. Son esas pequeñas barras que se ponen en las puntas del cuello de la camisa para evitar que éstas se doblen. Esas barras son en general de plástico, pero Alida ha tenido la idea genial de que sean en oro, lo que debe tener una significación tan profunda que no llego a percibir. Generalmente los objetos en oro son objetos que se lucen, pero que no están destinados a permanecer ocultos, como en este caso. ¡Vaya uno a saber lo que piensan las mujeres! El día menos pensado enviaré una camisa a la lavandería sin haberle sacado las barras y adiós regalo y tesoro. En fin, larga conversación con Barbara sobre temas de su predilección: experiencias extrasensoriales, platillos voladores, cuerpo astral, etc., sobre los que posee una rara erudición. Prometió darme acceso a su biblioteca. No pudo quedarse a cenar, por lo cual me apresto hoy a solitaria celebración.

 

 

 

*Agradecimientos por la transcripción de estos fragmentos a Luis Rodríguez Pastor y a Bruno Ysla Heredia.