Juan Carlos Onetti en tiempo presente

 

La viuda de Juan Carlos Onetti ofrece un testimonio sobre los momentos que compartió con el inmenso escritor uruguayo. Vivencias, manías, pero sobre todo estamos frente al relato de la relación de ambos ante la literatura.

 

Por Dolly Onetti*

Juan siempre se presentaba a sí mismo simplemente como «Onetti». Su hermana Raquel, cuando hablaba de él, lo llamaba cariñosamente «Juan Carlitos». Y algún amigo también  empleaba el diminutivo, «Carlitos». Pero para mí siempre será «Juan», y su presencia transformó mi vida entonces y para siempre. Recuerdo que todavía no había salido de mi casa familiar de Olivos, en Buenos Aires, inmersa en un ambiente musical y literario, cuando lo conocí. En realidad, debería decir que fue él quien me conoció. Después lo repitió muchas veces en entrevistas o charlas: se fijó un día en la figura de una muchacha rubia con un violín preguntando algo a un policía en una calle céntrica. Su esposa en aquel entonces, «la holandesa», Elizabeth Pekelharing, que había sido compañera mía de colegio, se ofreció a presentarnos. Y casi desde entonces…

Si soy sincera, lo primero que sentí por aquel hombre flaco y alto fue fascinación, no enamoramiento. Sentía una atracción un poco misteriosa por ese personaje que tiempo después me confesaría que él sí se había enamorado a primera vista, a pesar de su complicada situación personal: recién casado, en camino de tener una hija, con pocos recursos económicos, metido de lleno en la escritura de una novela importante para él, La vida breve. Empezamos a citarnos y, a medida que hablábamos, me sentía más y más intrigada, atraída por aquella extrema sensibilidad que demostraba como hombre y como escritor, que me atrapaba en su mundo mágico, donde la realidad se hacía ficción.

Fue una relación lenta, dominada al principio por la literatura. Afortunadamente, yo había leído mucho, norteamericanos, franceses, ingleses, las lecturas lógicas en un hogar con inquietudes culturales y varios idiomas en juego. Mi padre era austríaco y hablaba alemán; mi madre era inglesa, y entre ambos hablaban en francés. Cuando todavía jugaba a la pelota, hacía de segundo violín en un cuarteto de cuerdas. Mi padre leía a Spengler, y mi madre, libros románticos. Yo la escuchaba tocar a Chopin tumbada bajo el piano. Recuerdo que cuando conocí a Juan yo estaba emocionada todavía por la lectura reciente de Jean-Christophe, de Romain Rolland, una novela que me había dado mi padre diciéndome que se trataba de la vida de Beethoven. En nuestros encuentros en los viejos cafés bonaerenses compartimos nuestra admiración por Huxley, Hemingway, Céline, Thomas Mann y el amado Faulkner. Y siempre vuelve a mi memoria la mágica sensación que me embargaba ante lo que Juan decía acerca de ciertos personajes literarios, acerca de su atractivo a veces trágico, a veces inocente, siempre subyugante. En cierto modo, me sentía empujada hacia una especie de «iniciación» emocional e intelectual junto a él.

Durante años nos encontramos en casas de amigos. Por aquel entonces Juan me presentó a un buen número de personajes pintorescos, algunos eran excelentes artistas, otros eran grandes figuras de la literatura argentina. En su compañía conocí a políticos, escritores y otras personalidades menos célebres, desconocidas para el gran público, pero que iban a alcanzar en algunos casos una peculiar inmortalidad, como la del hombre en que está inspirado el personaje de Julio Stein, en La vida breve.

Debido al carácter clandestino de nuestros encuentros —obviamente no me animaba a hablar en mi casa de esa presencia que complicaba mi vida—, Juan y yo nos veíamos en viejos cafés, especialmente en uno de la calle Belgrano, por el Bajo, en el que había reservados y una orquesta de señoritas. En una de esas ocasiones, que para mí tenían un carácter casi ritual (nos servían unas copas en las que antes de beber se encendía una llama), Juan me anunció que, como escritor, acaba de salir de un «pozo». Estaba por la mitad de La vida breve y no podía avanzar, pero de pronto «había la violinista en la novela», y Juan me confesó que había reanudado la escritura con pasión, con alegría, con alivio. Hay que desconfiar de estas intromisiones de la realidad en la literatura: a pesar de que esa violinista era yo, la descripción física que el narrador hace de ella, en el capítulo cuatro de la novela, corresponde al cuerpo de mi hermana, a la que Juan aludía con su peculiar humor como «What a body».

Aquélla fue una época de felicidad casi irreal, y una de las más ordenadas de la vida de Juan en lo que respecta a su actividad literaria: durante la semana trabajaba en una agencia de publicidad —Ímpetu—, y el resto del tiempo leía o nos veíamos. Pero los viernes por la noche eran sagrados. Ya antes de que se encerrara en su casa a escribir, estaba como ausente, atrapado, lejos de la realidad, en su mundo imaginario. Sentía el gozo anticipado de las horas tan anheladas. «Estás noveleando», le decía yo. Y así fue como escribió parte de Juntacadáveres. Una y otra vez ha evocado Juan la magia de aquellos viernes: se quedaba a solas con su hija Litty, entonces un bebé, y escribía. En cierta ocasión, cuando le preguntaron por el momento más hermoso de su pasado, Juan respondió: «Yo detendría el reloj de mi vida en aquellos viernes».

A Juan no le gustaba hablar de sus propios libros, sino de los de otros. Así que mientras me esforzaba yo en tratar de entender, por un lado, a Thomas Mann y a Céline, por el otro trataba también de entender, por mí misma, a Juan Carlos Onetti, ya que me había puesto a leer El pozo, Tierra de nadie y Para esta noche. Hasta que no empezamos a vivir juntos, no me impliqué en el día a día de su escritura, y me reprocho no haber podido salvar el manuscrito de La vida breve, que él tiró al fuego sin pensar en la posteridad, que para él no existía. Por no estar a su lado, cosa que no era siempre posible en aquellos años, tampoco pude salvar el manuscrito de Los adioses, novela que me envió a Viena cuando ya estaba editada, en 1954.

Por entonces Juan llevaba una vida muy activa, trabajando como periodista, más bien alejado de los círculos literarios reconocidos, con los que sólo mantenía eventuales contactos, como la ocasión en que conoció a Albert Camus en una de las fiestas de Victoria Ocampo. Recuerdo que estaba exultante, tanta era la admiración que sentía por el autor de El extranjero. Pero su mundo no era sólo la literatura y sus contornos. A Juan le fascinaban los seres humanos, por los que sentía cierta inclinación vampiresca. Siempre dijo que el escritor necesita mucha experiencia de vida —no necesariamente aventuras—, y él sin duda la tuvo, y la aprovechó para sus narraciones. Lo que nunca consiguió explicarme, ni a mí ni a nadie, creo, fue el mecanismo de apropiación, de traspaso de esa experiencia a la literatura. «Me caía del cielo», «lo veía dentro mío», solía decir cuando le preguntaba.

En 1955 decidimos vivir juntos, nos casamos y nos trasladamos a Montevideo. Desde entonces hasta el final, pasé a máquina todo lo que escribió. Él siempre defendió el placer sensual de dibujar, una a una, las letras que componen sus textos. Y en muchos casos, para desesperación de los que han leído sus manuscritos, y para daño de mis ojos, escribía con lápiz, con alguno de los muchos lápices que yo le afilaba y dejaba alineados sobre la mesa llena de marcas de cigarrillos que estaba en el dormitorio de la casa de la calle Gonzalo Ramírez, junto a la costa montevideana. Juan era un hombre más bien nocturno. Primero, en su juventud, para vivir la noche de «boliches», mujeres y charla con amigos cercanos y con desconocidos. Después, para escribir y leer. Fuimos a Montevideo en principio porque Bastarrica Propaganda le había ofrecido un empleo, pero sobre todo por los amigos de juventud, los del círculo literario-periodístico del Café Metro, que yo recién iba a conocer. Maggi, Flores Mora, lo habían instado a volver con una buena perspectiva de que sería nombrado agregado cultural en París por el gobierno de Luis Batlle Berres. No resultó y fue una lástima, porque era una época que Juan habría vivido a tope. Por fin, Juan aceptó un trabajo como periodista en el diario vespertino Acción, por lo cual su horario laboral eran las odiadas mañanas. Yo tenía mi música, pero además tenía un trabajo administrativo que me permitía mecaniografiar sus libros y todas sus cartas. Recuerdo que en una que en una de las empresas en las que trabajé, Electrolux, tenía un jefe tan cordial que me autorizó a pasar todo El astillero en el horario de trabajo, siempre y cuando no tuviera yo otras ocupaciones. A Juan lo ayudaba además con mis conocimientos de taquigrafía, y no sólo cuando me dictaba las cartas: también en algunos pasajes de sus novelas, en medio de cuyos manuscritos se encuentran aún algunas notas taquigrafiadas, escritas al dictado.

Juan salía con frecuencia, caminaba, iba del diario a las librerías, de los bares a las editoriales, nadaba, hacía una vida muy activa. Pero cuando se dedicaba a leer, lo hacía tumbado en la cama. Era ésa, y lo fue a lo largo de toda su vida, su posición favorita para leer. Otros miembros de su familia compartían la misma preferencia, y yo misma me dejé arrastrar por ella. De ahí a la leyenda del hombre permanentemente acostado sólo había un paso; pero, en realidad, únicamente al final de su vida, durante unos pocos años, Juan prefirió quedarse en la cama, a consecuencia sobre todo de un problema de salud que le mermó la movilidad de una pierna. En cuanto a la actividad misma de escribir, lo hacía a cualquier hora, cuando lo asaltaba la idea, la ocurrencia, la duda. Así, escribía en la cama si en medio de la noche, por insomnio o sobresalto, tenía algo que salvar del olvido; acudía entonces a un cuaderno, o a un papelito si no lo encontraba, y escribía quizás unas líneas, quizás veinte páginas, cuando no continuaba haciéndolo la noche entera. En realidad, y para ser exacta, no, debería decir que Juan permanecía «acostado», sino «recostado», puesto que para leer y escribir mantenía un increíble equilibrio sobre su codo derecho, maltrecho al cabo de tantos años de emplear esa postura.

Del rompecabezas de papeles, cuadernos, hojas sueltas que llenaba por doquier, me encargaba también yo; igualmente trataba yo de poner un poco de orden en el batiburrillo de libros, cartas, citas, frases anotadas al pasar, que se desbordaban sin tino, especialmente al final, en el apartamento de la Avenida de América de Madrid. También los sonidos eran cosa mía. Juan se servía de mi oído musical, haciéndome caso cuando yo le decía que determinada frase resultaba estridente o a aquella otra le faltaba ritmo. En sus manuscritos, yo observaba y marcaba repeticiones, rimas involuntarias, cacofonías. Y en algunas ocasiones le sugerí además varios títulos musicales que él aprovechó, como «El caballero de la rosa», o La muerte y la niña. Pocas veces, sin embargo, intervine en los contenidos de sus textos, aunque le sugería temas para sus artículos periodísticos cuando lo veía desesperándose por tener que cumplir con el compromiso de escribirlos mes tras mes. Si bien a Juan no le gustaba hablar de lo que estaba escribiendo (una de sus varias supersticiones) y se negaba a comentar incluso el tema de su siguiente novela, conmigo hablaba de la materia prima de sus textos, es decir, hablaba de las personas que estaban detrás de los personajes, los seres de carne y hueso que atraía hacia la trama de sus historias. Él hacía pocas distinciones entre la existencia y la imaginación, y componía parte de sus obras con fragmentos significativos de su propia experiencia. Recuerdo muchísimos de esos trazos biográficos y anécdotas que pasaron a sus escritos, como el amigo que al final de la noche solía emborracharse tanto que sus compañeros le pagaban a un taxista para que lo metiera en su casa, y que aparece en Cuando entonces; o la verdadera historia del preso del que se habla en el cuento titulado «Presencia». A menudo me he sentido la privilegiada depositaria de esas historias que luego reconozco en cuentos y novelas, como germen de la anécdota completa —tal es el caso de «La novia robada»— o, más frecuentemente, formando parte del material con que el narrador va estructurando detalles, complementos, escenarios de la línea principal de su relato.

Juan valoraba sobre todas las cosas su tiempo de lectura. Elegía de acuerdo con su gusto o capricho a los visitantes. En esto me tocaba a mí una misión muy delicada: la de, por un lado, alejar con tacto a ciertas personas, y también la de convencer a Juan del interés de ciertas visitas que él, de buenas a primeras, se había negado a recibir. Si en Montevideo era frecuente que dejáramos un papel pegado a la puerta que decía «No estamos, no insistir», en Madrid era yo la que debía actuar de cancerbero. Pero me enorgullezco de haber favorecido el contacto de Juan con mucha gente valiosa que de otro modo no habría conocido. Entre ellos a Ramón Chao, que le hizo un documental inestimable. Le había dicho que no tantas veces que Ramón me confesó que esa era la última tentativa. Siempre me mantuve pendiente de lo que el verdaderamente quería o necesitaba, aun en los momentos en que él mismo no lo tenía claro. Incluso ahora que ya no está, me sorprendo pensando en cómo reaccionaría ante esto o aquello.

Mucha gente se asombra de que yo hable en presente de Juan, que lo siga haciendo cuando han pasado más de diez años de su muerte**; pero eso es algo que en mí surge naturalmente: Juan no está sólo en mi recuerdo, sino en cada instante de mi vida, como una fuerza que ejerce sobre mí su influencia, con plena complicidad. Tengo la suerte de recibir sus mensajes cuando vuelvo a leer con mayor conocimiento —envejecer enseña— sus textos y encuentro alguna sorpresiva al anotación en los márgenes. Y también al oír los sinceros elogios de sus lectores, los del Club de los Fanáticos, como yo misma los he apodado.

 

*Texto publicado en el tomo I de las obras completas de Juan Carlos Onetti editadas por el sello Galaxia Gutenberg

**Onetti falleció el 30 de mayo 1994 en España.