Fernando Pessoa: “Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar”

 

El arte de la escritura visto por el autor portugués Fernando Pessoa. Estas reflexiones se encuentran en el Libro del desasosiego.

 

Por Fernando Pessoa*

Analizándome al atardecer, descubro que mi sistema de estilo se asienta en dos principios, e inmediatamente, y a la buena manera de los buenos clásicos, erijo esos dos principios en fundamentos generales de todo estilo: decir lo que se siente exactamente como se siente —con claridad, si es claro; oscuramente, si es oscuro; confusamente, si es confuso—; comprender que la gramática es un instrumento, y no una ley.

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Reparando a veces en el trabajo literario abundante o, al menos, hecho de cosas extensas y completas de tantas criaturas que conozco o de las que algo sé, siento en mí una cierta envidia, una admiración despreciativa, una mezcla incoherente de sentimientos entrecruzados. Hacer alguna cosa completa, entera, sea buena o mala —y, si nunca es absolutamente buena, muchas veces no es completamente mala—, sí, hacer una cosa completa me produce, quizás, más envidia que cualquier otro sentimiento. Y yo, a quien mi espíritu de autocrítica no me permite sino ver los defectos, los fallos, yo, que no me atrevo a escribir más que fragmentos, trozos, extractos de lo inexistente, yo mismo, en lo poco que escribo, soy imperfecto también. Más valiera, pues, o la obra completa, aunque mala, porque al fin y al cabo es obra; o la ausencia de palabras, el silencio absoluto del alma que se reconoce incapaz de actuar.

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Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar.

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Hay metáforas más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana. Hay fragmentos de párrafos míos que me hielan de pavor, de tal modo los siento claramente como seres humanos, tan bien perfilados contra las paredes de mi cuarto, por la noche, en la sombra. He escrito frases cuyo sonido —es imposible ocultar su sonido—, es absolutamente el de una cosa que ganó exterioridad absoluta y alma por completo.

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Releo con lucidez, demoradamente, fragmento a fragmento, todo lo que he escrito. Y creo que todo es nulo y que más hubiera valido no haberlo hecho. Las cosas logradas, sean frases o imperios, tienen, por haberse logrado, aquella peor parte de las cosas reales que es el saber que son perecederas. No es esto, sin embargo, lo que siento y me duele todo lo que hice, en estos momentos prolongados en que lo releo. Lo que me duele es que no valió la pena hacerlo, y que el tiempo que perdí haciéndolo no lo gané sino en la ilusión, ahora deshecha, de que valía la pena haberlo hecho.

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El único destino noble de un escritor que publica es no tener una celebridad acorde con sus merecimientos. Pero el verdadero destino noble es el del escritor que no publica. No digo que no escriba, porque eso no es un escritor. Digo de aquel que por naturaleza escribe, y por condición espiritual no ofrece lo que escribe. Escribir es objetivar sueños, es crear un mundo exterior como premio evidente de nuestra índole de creadores. Publicar es entregar ese mundo exterior a los otros: ¿mas para qué, si el mundo exterior común a nosotros y a ellos es el «mundo exterior» real, el de la materia, el mundo invisible y tangible? ¿Qué tienen que ver los otros con el universo que hay en mí?

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Prefiero la prosa al verso, como forma de arte, por dos razones, de las cuales la primera, que es mía, es que no tengo otra elección, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es —o así lo creo firmemente— una sombra o un disfraz de la primera. Vale pues la pena que la desmenuce aquí, porque tiene que ver con el sentido íntimo de todo el valor del arte. Considero el verso corno una cosa intermedia, un puente entre la música y la prosa. Como la música, el verso está limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como cautelas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa nos expresamos libremente. Podemos incluir ritmos musicales, y a pesar de ello pensar. Podemos incluir ritmos poéticos, y a pesar de ello mantenernos fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace que el verso tropiece.

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Hasta las artes menores, o las que así podrían denominarse, se reflejan como un murmullo en la prosa. Hay prosa que baila, que canta, que a sí misma se declama. Hay ritmos verbales que son ballets, en los que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en las que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su sustancia corpórea el misterio impalpable del universo.

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Leer es soñar de la mano del otro. Leer mal y por encima es tanto como librarnos de la mano que nos guía. La superficialidad en la erudición es el mejor modo de leer bien y ser profundo.

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Me gusta hablar. O mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez por-que la sensualidad real carece para mí de cualquier interés —ni siquiera mental o de ensoñación—, se me transmutó el deseo en aquello que en mí crea ritmos verbales, o los oye de los otros. Me estremezco si hablan bien. Esta o aquella página de Fialho, esta otra de Chateaubriand, hacen hormiguear toda mi vida por mis venas, me hacen rabiar trémulamente sereno por un placer inalcanzable que estoy sintiendo.

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El arte consiste en hacer sentir a los otros aquello que nosotros sentimos, en liberarlos de ellos mismos, proponiéndoles nuestra personalidad como forma especial de liberación. Lo que siento, en la sustancia verdadera con que lo siento, es absolutamente incomunicable; y cuanto más profundamente lo siento, más incomunicable es. Para que yo pueda, por tanto, transmitir a otro lo que siento, tengo que traducir mis sentimientos a su propio lenguaje, esto es, tengo que decir las cosas como si fueran las que yo siento de tal forma que él leyéndolas, pueda sentir exactamente lo que yo sentí. Y como este otro es, por presupuesto artístico, no esta o aquella persona, sino todo el mundo, esto es, la persona que es común a todas las personas, lo que al final tengo que hacer es convertir mis sentimientos en un sentimiento humano típico, aunque sea pervirtiendo la verdadera naturaleza de lo que yo sentí.

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La mentira es simplemente el lenguaje ideal del alma, pues, así como nos servimos de palabras, que son sonidos articulados de una manera absurda, para traducir en lenguaje real los más íntimos y sutiles movimientos de la emoción y del pensamiento, que forzosamente las palabras no podrán nunca traducir, así nos servimos de la mentira y la ficción para entendernos los unos con los otros, lo que con la verdad propia e intransmisible nunca podría llegar a realizarse. El arte miente porque es social. Y sólo existen dos formas de arte —una que se dirige a nuestra alma profunda; otra que se dirige a nuestra alma atenta. La primera es la poesía; la otra, la novela. La primera empieza a mentir desde la estructura misma; la segunda comienza a mentir desde la misma intención: Una pretende darnos la verdad a través de líneas diversamente ordenadas, que falsifican la inherencia del habla; la otra pretende darnos la verdad mediante una realidad que bien sabemos todos que no existió nunca.

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Las frases que nunca escribiré, los paisajes que no podré nunca describir, con qué claridad los dicto a mi inercia y los describo en mi meditación cuando, recostado, no pertenezco sino de lejos a la vida. Esculpo frases enteras, perfectas palabra por palabra, tramas de dramas se me narran construidas en el espíritu, siento el movimiento métrico y verbal de grandes poemas con todas sus palabras, y un gran entusiasmo, como un esclavo al que no veo, me sigue en la penumbra. Pero si diera un paso desde la silla donde sepulto estas sensaciones casi perfectas hasta la mesa donde me gustaría escribirlas, las palabras huyen, los dramas mueren, del nexo vital que unió el murmullo rítmico no queda más que una saudade lejana, unos restos de sol sobre montes remotos, un viento que levanta las hojas junto al umbral desierto, un parentesco nunca revelado, la orgía de los otros, la mujer que nuestra intuición nos dice que miraría hacia atrás y que no llega a existir nunca. Proyectos los he tenido todos. La Ilíada que compuse tuvo una lógica estructural, una concatenación orgánica de epodos que Homero no podía conseguir. La perfección estudiada de mis versos no consumados en palabras deja pobre la precisión de Virgilio y sin vigor la fuerza de Milton. Las sátiras alegóricas que hice excedieron todas ellas a Swift en la precisión simbólica de los particulares exactamente ligados. ¡Cuántos Verlaines fui! Y siempre que me levanté de la silla donde, a decir verdad, estas cosas no fueron soñadas en absoluto, viví la doble tragedia de saberlas nulas y de saber que no todas fueron sueño, que algo quedó de ellas en el umbral abstracto del yo pensar y ellas ser. Fui más genio en los sueños y menos en la vida. Mi tragedia es esta. Fui el corredor que cayó a un paso de la meta, tras haber ocupado la primera posición durante toda la carrera.

 

 

*El libro del desasosiego. Trad. Perfecto E. Cuadrado. El Acantilado, 2003. Selección de textos tomada de Gajes del oficio. La pasión de escribir. Selección y edición de Delia Juárez.