El monte y el río: realidad y ficción en “Los inocentes”

 

A propósito de la nueva edición del libro de relatos «Los inocentes», de Oswaldo Reynoso, compartimos estas reflexiones y testimonio del escritor Orlando Mazeyra, quien en 2015 reuniera a este recordado autor con el narrador chileno Alberto Fuguet.

 

Por Orlando Mazeyra Guillén

Aproximarme a la obra de ciertos autores ha consistido en contemplar con detenimiento un coloso: digamos una catedral para después explorarla con lupa y tener una idea cabal de cómo está construida. Trato de desmontar un motor —o digo mejor un reloj— que funciona a la perfección y luego —sin éxito— fabricar el mío.

Haruki Murakami es más didáctico, en su libro De qué hablo cuando hablo de escribir (Tusquets Editores, 2017), cuando habla de su trabajo narrativo (y podemos pensar en el volcán Misti en vez del monte Fuji para que la reflexión sea más estimulante): «De niño leí una novela que trataba de dos hombres que iban a contemplar el monte Fuji. Uno de los protagonistas, el más inteligente de los dos, observaba la montaña desde diversos ángulos y regresaba a casa después de convencerse de que, en efecto, ese era el famoso monte Fuji, una maravilla, sin duda. Era un hombre pragmático, rápido a la hora de comprender las cosas. El otro, por el contrario, no entendía bien de dónde nacía toda esa fascinación por la montaña y por eso se quedó allí solo y subió hasta la cima a pie. Tardó mucho tiempo en alcanzarla y le supuso un considerable esfuerzo. Gastó todas sus energías y terminó agotado, pero logró comprender físicamente qué era el monte Fuji. En realidad, fue en ese momento cuando fue capaz de entender la fascinación que producía en la gente».

Alguna vez Reynoso, mientras tomábamos unas cervezas en la plaza de Armas de Arequipa, me dijo: «Alrededor de mis libros discurren conflictos fundamentales, pero no soy quién para explicarlos. Entonces el que encuentra los conflictos que yo planteo, que los encuentre; y el que no los encuentra, pues es problema de él. La literatura no nace con un autor, la literatura es un proceso, es como un río».

Intentaré explorar los meandros de la obra de Reynoso, es decir, espero ser capaz de reconocer cada curva que descubre el sinuoso río tomando como partida un fragmento de su primer libro de narrativa Los inocentes (Alfaguara, 2018). Cara de Ángel pierde una apuesta y tiene que asumir las consecuencias.

 

EL DESAFÍO

«Cara de Ángel tiene que aceptar el desafío, de lo contrario, hablarán mal de él.

—Tira, tú primero. Número mayor gana. (Dice Colorete).

Cara de Ángel toma los dados, les echa un poco de saliva y los mueve como si estuviera celebrando culto a una deidad misteriosa, sangrienta. Los deja caer suave; ruedan: marcan diez.

—¡Qué lechero! (Grita Natkinkón).

Colorete recoge los dados. Escupe a uno y otro lado.

Cierra los ojos y tira los cubiletes: marcan once.

—Córretela. (Ordena Colorete).

Cara de Ángel se tiende en el suelo de costado; quiere llorar. Piensa que ya no podrá ir a México; quince días que se ha contenido: ¡para esto!

—Si quieres, mira esta foto. (Dice Corsario).

Del bolsillo trasero del pantalón saca una foto y se la enseña. Se pelean por verla. Cara de Ángel ve una mujer desnuda que está agarrándose los senos. Cierra los ojos y piensa en Gilda.

—Ya, de una vez, o te agarramos entre todos. (Grita furioso, Colorete).

Todos quedan en silencio. Sólo se escucha, a lo lejos, el ruido de autos y tranvías y, de vez en cuando, pitos; cerca: el respirar agitado de los muchachos. Cara de Ángel siente una profundidad dulce y una humedad turbulenta en la boca. Un olor picante a madera, a manzana, lo transporta a los brazos de Gilda. Corsario le mira el rostro arrebatado. El Chino, como hipnotizado, no deja de mirarlo. Carambola, asustado, piensa en Alicia cuando baila; el Príncipe, también piensa en Alicia y recuerda a Dora. Natkinkón, en cuclillas, sonriente, se come las uñas. El Rosquita, gracioso y palomilla,  da vueltas y no puede contener la risa pícara.  Colorete, solo, distante, con las manos en los bolsillos, sin camisa, con la espalda llena de pasto y sudor respira agitado sin dejar de ver a Cara de Ángel. La tarde se ha detenido. Colorete piensa que está solo, absolutamente solo en el mundo y siente un dolor terrible en los testículos. De pronto, gritan y aplauden; se empujan, unos a otros; miran el cuerpo de Cara de Ángel y se van a la carrera. El Rosquita, por delante, sale del Parque de la Reserva enseñando las tres libras. Cara de Ángel queda solo echado en el pasto. Los árboles recortan en pedazos el cielo nublado, caluroso, sucio, sucio, sucio».

 

LA BIOGRAFÍA SECRETA

Ahora, a través de un relato del libro El goce de la piel (Editorial San Marcos, 2005), podremos saber el hecho real (Reynoso lo ha confesado en entrevistas, hay una muy reveladora que le hizo a Jorge Eslava y a otros narradores) que gatilló el texto narrativo anterior, es decir, de dónde nació la escena de la masturbación forzada que lo terminó convirtiendo en un ateo sexual. Se trata de la primera vez que Reynoso, junto a su collera del tradicional barrio de San Lázaro, vio el mar en las playas de Mollendo:

«Y nos reunimos en la Placita de La Libertad del barrio de San Lázaro. Tempranito. A las seis de la mañana para ir de pavos en el tren de excursión a Mollendo. […] Y éramos cinco. Muchachos del barrio y de diferentes colegios: Pecoso, Cherche, Membrillo, Malte y yo. Cada uno con su maletín y la toalla enrollada en el cuello como chalina. El dinero guardado en uno de los bolsillos del pantalón, asegurado con un enorme imperdible. Malte dirigía la pandilla. Hijo de dirigente anarcosindicalista de los ferroviarios. Vivía a la vuelta de mi casa de la Alameda, en el callejón Bayoneta. Viajamos cómodamente debajo de los asientos. Llegando a la estación de Mollendo, Malte ordenó: Al Hotel Rocas. Y a la carrera bajamos a la playa. En un restaurante de cañas y esteras, comimos pescado frito con camote. Luego, de frente a unas rocas, en un extremo de la playa. Ahí, Malte instaló nuestro centro de operaciones. En la noche, estaremos protegidos del viento frío que viene del mar, dijo con voz de gran conocedor del terreno. Nos quitamos la ropa y nos pusimos la trusa de baño. Sentados sobre la fina y ardiente arena, nos quedamos contemplando a las mocosas que tomadas de la mano capeaban las olas entre grititos y risas. Y el mar. No dejaba de mirarlo. Extenso. Sin fin. A veces, verde. A veces, azul. Y la espuma. Blanca. Y el llegar y el retirarse de las olas. Interminable. Y el olor. Su olor. Remolino turbador que despertaba en todo mi cuerpo una sensación extraña. Prohibida. Es posible que esa tarde de verano en Mollendo haya pensado que ese aroma por la intensidad de placer que me arrebataba fuera pecado. Sin embargo, lo paladeé durante toda mi estancia en esa playa. […] Malte extrajo de su maletín una botella de pisco. Se la robé a mi papá, dijo. Sacó el corcho y tomó un trago. Cerró los ojos y exclamó: ¡Qué rico! Es el que trae mi padrino de Majes, y me pasó la botella. Probé: candela en mi garganta. El viento frío de la noche obligó a bajar. Los bohíos de la playa comenzaron a iluminarse. Vamos a ver, dijo el Pecoso, y sin más fuimos tras de él. De una rocola de colores, salía una guaracha. Y hombres y mujeres embriagados bailaban desvergonzadamente. Son putas, afirmó Membrillo. Sí, como las que van a la picantería Sebastopol, afirmó Cherche. Y Malte: Entremos, nos sentamos y pedimos unas cervezas, ordenó. Y sentí miedo y quise correr a las rocas. Un escalofrío fulminó todo mi cuerpo. Pero salió un joven, robusto como un salvavidas. Lo tomó a Malte por una oreja y lo botó del bohío. Esto no es para mocosos, nos gritó. Lo insultamos y nos quedamos observando a cierta distancia el ajetreo de las putas. Y la botella de pisco pasaba de boca en boca. Ya de noche volvimos a las rocas. Echados sobre la arena, entre las rocas, y contemplando en un cielo azul, limpio, se comenzó con la rueda de chistes y de cuentos de aparecidos. Cuando ya estábamos por tomar el sueño, Malte gritó: Ahora, a corrérsela. Se arrodilló y sacó su miembro. Cerré los ojos y comencé a temblar y la palma de mi mano derecha no podía soportar ni en segundo la llama de una vela y el rostro cadavérico y barbudo del padre José se agitaba frente al altar mayor de la iglesia de San Agustín y su voz terribilísima retumbaba en la alta bóveda de sillar y los cuarenta alumnos temblábamos y si no se puede soportar ni un segundo la débil llama de esta velita imagínense cómo será el fuego del infierno y por siempre jamás y repetía por siempre jamás por siempre jamás clavando su mirada indicó al hermano Bruno que tocara el órgano y una triste melodía de tonos bajos y oscuros y ligados hasta la desesperación retumbó en la amplia nave y de pie nos ordenó el padre José y pidió a un monaguillo que pusiera sobre un atril una enorme Biblia y a pesar de ser de mañana sólo las mechas prendidas de los cirios y un haz de luz brillante que se filtraba por una de las claraboyas de la bóveda de sillar fragmentaban la penumbra de la iglesia y ahora levanten el brazo derecho en dirección a la Santa Biblia y repitan conmigo en voz alta y fuerte renuncio a Satanás al mundo y a la carne y si mancillo el santo nombre de Jesús con el nefando pecado del sexo Dios mío mándame la muerte y pague mis culpas en el mismo infierno por siempre jamás por siempre jamás. ¡Córretela! ¡Córretela! ¡Maricón!, me gritaba Malte tratando de levantarme de la arena. Pecoso, Cherche y Membrillo ya estaban con el miembro al aire y coreaban con Malte. […] Entonces, me puse de pie y cerrando los ojos me saqué el miembro. Y es posible que el aroma del mar, el pisco y la atmósfera prostibularia del bohío y sobre todo  el temor de que se esparciera por la Alameda y por los callejones de San Lázaro el rumor de mi negativa de demostrar mi hombría hayan provocado una erección dura y excitante. Una, dos, tres: fuego, gritó Malte […] Y el silencio y San Agustín encontraron en la playa a un niño que quería trasladar todo el mar a un huequito que había hecho en la arena y todo el mar tibio y oloroso estalló en mi mano y una dulce humedad laceró toda mi sangre y Malte y Pecoso y Cherche y Membrillo lanzaron un rugido de felicidad y comenzaron a reírse jubilosamente. Me tendí sobre la arena y cerré los ojos: dolor de corazón y arrepentimiento. Pero ya no había tiempo para el propósito de enmienda. Había quebrantado mi juramento y merecía la muerte y las llamas del infierno por siempre jamás, por siempre jamás, por siempre jamás. Y me quedé dormido. De pronto, sentí sobre mi cuerpo un agradable y suave viento y el sonido rítmico de las olas. Abrí los ojos y era de mañana. Y el mar, hermoso. Hermoso. Y las rocas formaban bellas figuras. Y la arena brillaba como espejos líquidos. Y bandadas de pájaros planeaban sobre la cresta verde-azul de las olas que morían en espuma blanquísima. Y el disfrute del aroma del mar ya no era pecado. Y es posible que en ese lejano verano en Mollendo haya iniciado el camino hacia la religación mística con los cuerpos. Me quité la ropa y por primera vez contemplé mi cuerpo. Y era hermoso. Desperté a mis amigos y con Malte a la cabeza corrimos desnudos y esbeltos al encuentro de las olas y al sentir el goce aterciopelado del mar en toda mi piel y al aspirar su aroma de lujuria nocturnal me enfrenté a la ola más grande gritando: Dios no existe».

Oswaldo Reynoso y el descubrimiento del mar y la sexualidad
 

EL ARTE DE NO ESTAR ADENTRO

Oswaldo Reynoso fue invitado a la primera edición del Hay Festival Arequipa, en diciembre del año 2015. Allí fue enfático en decir que a él lo invitaban para simular ser inclusivos (palabra que él detestaba). Tampoco le gustaba reconocerse homosexual sino homosensual como le sugirió un amigo, poeta arequipeño, en aquella extensa conversación, bañada en oro líquido con espuma, que tuvimos en los altos del portal de San Agustín de la Plaza de Armas hace una punta de años.

La escena imborrable de aquel Hay Festival, al menos para mí, fue aquella en la que hice coincidir a Oswaldo Reynoso con un escritor que admiro mucho y que ahora ha escrito un prólogo hermoso para la primera edición de Los inocentes, a cargo de Alfaguara.

En Hay Festival Arequipa 2015 yo tuve una charla con Oswaldo Reynoso en la Alianza Francesa (a la que asistió Fuguet a pedido mío) y luego de ésta los pude juntar por fin y los dejé charlando en el café de la Alianza Francesa. Ese diálogo ha sido rescatado en el prólogo de Fuguet: «Reynoso fue un automarginado que no se sentía cómodo en las fiestas ajenas, pero entendía lo que él provocaba y cómo cautivaban sus textos. Le tenía pánico al mercado, al éxito, al marketing y creía en la gestión propia. “No deseo contribuir a las arcas de los editores alemanes y americanos que ahora son dueños de todo”, me dijo cuando le propuse editar al menos Los inocentes en una editorial “transnacional” para que, en efecto, pudiera llegar a varias naciones. “Es una idea bonita, pero mis convicciones no lo permiten”, me dijo, testarudo argumentando que debía respetar su profundo comunismo. “Pero pensando así, don Oswaldo, perderá posibles y ávidos lectores chilenos, argentinos, colombianos”, le insistí. “No siempre se puede tenerlo todo, muchacho”».

Oswaldo Reynoso nunca quiso publicar en una editorial “transnacional”, sin embargo ahora tiene la oportunidad de saltar las fronteras, a pesar que él dejó en claro que escribía para los pobres y marginados de su patria. Siempre me dejó en claro que la mejor manera de homenajear a un autor es leyéndolo y, por decisión de su familia, ahora podrán conocerlo en muchos rincones de Latinoamérica.

Hay una pregunta que Alberto Fuguet se plantea en el prólogo y que convendría absolver. El autor de Tinta roja quiere saber si los narradores arequipeños Reynoso y Vargas Llosa se leían: «Los jefes de Vargas Llosa es de 1959. ¿Lo habrá leído Reynoso y habrá decidido remixear las aventuras de los chicos de Miraflores por muchachos más cercanos a los que conocía de barrios más populares? El homoerotismo del cuento “Día domingo” poluye Los inocentes y, por otra parte, hay mucho de Los inocentes en esa cumbre que es Los cachorros. ¿Se habrán leído?».

Oswaldo Reynoso sí leía con atención las ficciones de Mario Vargas Llosa y, como suele ocurrir con los escritores marxistas, elogiaba la primera parte de su obra hasta Conversación en La Catedral, luego pensaba que su obra había perdido ambición y se había relajado: libros que se pueden leer sólo una vez.

Por su parte, Mario Vargas Llosa también leía con atención la obra de Reynoso. Al menos leyó Los inocentes y En octubre no hay milagros e inclusive salió a enmendarle la plana a su amigo, el crítico José Miguel Oviedo, cuando criticó con mala entraña la primera novela de Reynoso. El texto del premio Nobel se tituló ¿Pero qué diablos quiere decir pornografía? y se publicó en el diario Expreso de Lima, el 13 de febrero de 1966. En aquel texto Vargas Llosa comenta En octubre no hay milagros: «No, la novela de Reynoso no es pornográfica ni obscena. Es un libro de una crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira y tiene los altos méritos —raros, entre nosotros— de la insolencia y de la ambición. Él ha querido trazar un fresco verídico y múltiple de Lima, una radiografía horizontal y vertical de la ciudad, tal como lo hizo con México Carlos Fuentes en La región más transparente, y lo ha conseguido en gran parte. La calidad del libro no me parece sin embargo pareja, y es una lástima que la voluntad de testimoniar sinceramente sobre la injusticia, la miseria y el horror cotidiano de Lima, haya llevado a Reynoso, en varios momentos, a preferir el documento a la ficción. Si todos los personajes hubieran sido presentados con la habilidad, lucidez y la ternura con que son seguidos, espiados, descritos por el autor esos palomillas humildes, esas gentes de clase media asfixiadas por la mediocridad y la rutina que cruzan las páginas de En octubre no hay milagros, ésta sería una gran novela».