«El hombre de Pompeya», un ajuste de cuentas convertido en novela

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Aunque es descabellado a estas alturas confundir al autor con el narrador, en su novela póstuma el escritor Carlos García Miranda nos presenta una historia con una galería de personajes reconocibles del circuito literario peruano. ¿Una licencia válida y que al tener antecedentes no es novedosa? No obstante ello, El hombre de Pompeya es una apreciable novela menor que merece leerse.  

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Por Gabriel Ruiz Ortega*

Aunque no se trate de la mejor novela peruana del 2014, se trata pues de una de las más llamativas que he leído este año, año que deberíamos catalogar de generoso, tan generoso que nos ha permitido acceder a una apreciable novela menor, que bien pudo ser buena, sin duda.

Sin embargo, la lectura de El hombre de Pompeya (Dedo Crítico Editores, 2014) de Carlos García Miranda, me genera más de una pregunta, llámale también inquietud, no solo en relación a esta novela póstuma, sino también hasta qué punto el circuito literario local es capaz de ningunear a un autor, un circuito por demás podrido, tan podrido que su ninguneo no obedece a una carencia de talento del autor ninguneado.

De hecho, más de uno me dirá que el desaparecido profesor y narrador García Miranda no era un ninguneado. Hablamos de un narrador con varios premios en su haber, de un literato exigente y recordado precisamente por su exigencia. Pero ese reconocimiento a duras penas pasaba el circuito académico o los pasadizos de la Facultad de Letras de San Marcos.

Me recuerdo muy joven leyendo el primer libro del autor, el cuentario Cuarto desnudo. Después de algunos años leí su novela Las puertas. Aunque la poética del autor no sintonizaba con mis gustos, ello no impedía en ubicarlo muy por encima de varios de sus compañeros generacionales. Estaba ante una poética que se estaba construyendo, al punto que bien podría calificarla como una antecesora de lo que a mediados del decenios anterior fue la narrativa metaliteraria escrita en Perú.

Sabía que se trataba de uno de los narradores peruanos de mayor proyección, pero la realidad me demostraba que su grado de influencia era muy limitado, injustamente limitado, para ser más preciso. Bien sabemos que entre nosotros, la referencialidad literaria no se consigue con buenos o interesantes libros, para nada. Si un autor quiere hacerse conocido como escritor y anhela que sus libros sean leídos más allá de su familia y amigos, tiene que entrar en un sincopado baile de loas a escritores mayores, a practicar el sobadismo a cuanto periodista cultural se le cruce por el camino y al derroche de saludos para con los narradores de moda, así hayan leído o no sus libros.

cgm_post2_pompeyaNuestro autor no fue partícipe de estas prácticas, pero con esto no quiero decir que haya sido un autor independiente en cuanto a opinión. Se sabía talentoso, pero cayó en el mismo discurso de los que reclaman una mayor atención para su obra: la malhabladuría. Pues bien, debo decir que yo fui, durante un tiempo, blanco de sus invectivas. A mí sus invectivas (y él) me tenían sin cuidado y lamento no haberlo conocido en esa otra dimensión en la que sí lo conocieron sus alumnos; lamento, sí, haberlo conocido en fiestas y reuniones de amigos en las que circulaban innumerables cajas de cervezas.

¿Por qué cuento estas cosas? No, no se trata de un ajuste de cuentas de mi parte. Líneas arriba dije que la lectura de esta novela me dejó varias inquietudes. Obviamente, sé de las diferencias que debemos tener sobre el autor y el narrador, en lo letal que pueden ser las cosas cuando confundimos las instancias. Sin embargo, de vez en cuando es bueno permitirnos algunas licencias.

Bajo esta licencia podemos entender a su protagonista Adrián Garcilaso. Y bajo esta licencia llegamos al punto más bajo de la novela que nos reúne, que no es más que el abierto ajuste de cuentas de su autor. En muchos tramos de la novela, nos topamos con no pocos personajes reconocibles del circuito literario local. Lógicamente, esta práctica no es nada nueva, al respecto tenemos suculentos antecedentesen la narrativa peruana contemporánea. Sin embargo, estos personajes reconocibles son configurados con el odio más ramplón, el autor hace gala de un mal gusto, aberrante por momentos, cuando lo ideal hubiese sido que los ridiculice por medio del humor, la ironía y el doble sentido, no apelando al rencor producto del chismecillo de esquina, ese rencor que socava la verosimilitud del ambiente en que se mueve Garcilaso, rencor que nos distrae de los evidentes logros de la novela, logros que nos entregan a un García Miranda recargado, alejado de las sinuosidades y alegorías de sus dos primeras publicaciones, tan recargado que nos hace atractiva una historia compleja que en otras manos sería un asegurado fiasco.

No hay duda de que a la novela le hizo falta una revisión final del autor, pero ello no la desmerece en ningún sentido. Como bien señalé, se trata de una novela que pudo ser buena, que se lee con mucho placer. Ahora, mientras la leía, me resultaba imposible no enlazarla con posibles novelas que la hayan nutrido. La búsqueda fue ardua pero gustosa, García Miranda fundió muchos registros, sea el registro histórico, metaliterario y vitalista, además, los guiños a autores resultan eclécticos y lo hace sin pedantería intelectual ni libresca, tal y como le corresponden a los narradores de oficio. Si tuviéramos que hermanar El hombre de Pompeya, buscaría rasgos, intenciones y fuentes en El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte y en Poderes secretos de Miguel Gutiérrez.

 

 

*Gabriel Ruiz Ortega nació en Lima, en 1977. Es autor de la novela La cacería (2005) y hacedor de tres antologías de narrativa peruana última: Disidentes (2007), Disidentes 1. Antología de nuevas narradoras peruanas (2011) y Disidentes 2. Los nuevos narradores peruanos 2000 – 2010 (2012). Es librero de Selecta Librería  y administra el blog La Fortaleza de la Soledad.

 



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