El último lector: Páginas sagradas

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Ninguna antología literaria está exenta de polémicas, y El Cuento Peruano 2001-2010 (Ediciones Copé, 2013) no es la excepción. Presentamos una crítica a esta selección que en dos volúmenes agrupa relatos de 67 autores peruanos. ¿Están todos los que debieron estar? ¿Hubo omisiones o inclusiones que merecen una explicación? Gabriel Ruiz Ortega nos da su punto de vista sobre esta obra dirigida por el crítico Ricardo González Vigil. 

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Por Gabriel Ruiz Ortega*

Si tuviéramos que calificar el trabajo del crítico literario Ricardo González Vigil, este sería no menos que monumental. No hay ser humano sobre la tierra que sepa tanto de la historia de la literatura peruana como él. En cierta ocasión, Miguel Gutiérrez me dijo que González Vigil lee por lo menos mil libros por año. Y es cierto, porque siguiendo esa idea entendemos el aliento oceánico de sus estudios críticos, sus prólogos y en especial esos catastros disfrazados de recuentos anuales, en el que más de un autor peruano sueña con aparecer. “Si no salgo en el recuento del tío Vigil, no soy nada, pasé desapercibido”, dicen. Ni hablar cuando aparecen en los recuentos, se desatan fiestas orgiásticas.

Por sus recuentos he llegado a respetar su trabajo. A lo largo de los años me he topado con muchos escritores y profesores de literatura que abiertamente han hablado pestes de su calidad de crítico. En su momento, cuando las revistas eran el centro de polémica, uno de ellos calificó de “Guías telefónicas” sus dos tomos de Poesía Peruana del Siglo XX, de paso lo llamó ignorante por no conocer, según él, la jerigonza de la teoría literaria. González Vigil pudo contestar no solo ese, sino muchos reparos y burlas contra su manera de elaborar sus antologías y sus reseñas, sí, las reseñas que cada semana, hace ya mucho tiempo, nos descubrían a la “voz más original de su generación”. En lugar de contestar, nuestro crítico guardaba silencio y no buscaba venganza, porque él, mejor que nadie, era sabedor de la referencialidad que a futuro tendrían sus reseñas y antologías. En ninguna de ellas yacía el espíritu de la mezquindad ni el sentimiento menor del ajuste de cuentas. Por ello, haríamos bien en llevar a cabo un saludable ejercicio de búsqueda y constatar que en más de una ocasión González Vigil ha sido generoso y no excluyente contra todos aquellos que han hecho carrera criticándolo y petardeándolo.

Una de sus mayores contribuciones a la historia de la literatura peruana, sin duda, es la publicación de la serie de antologías El Cuento Peruano, todas gracias a Petroperú. No es poca cosa. Una poderosa institución del Estado y uno de nuestros literatos más autorizados en pos de lo que es el documento oficial, porque El Cuento Peruano, si aún alguien no lo sabe, es la Antología de nuestro país, las demás antologías de narrativa peruana son chauchilla al lado de ella. Las entregas de El Cuento Peruano tienen un destino común: son/serán los materiales de trabajo de los actores de nuestra República Letrada, son los documentos en los que se forjarán los nuevos discursos, los que reforzarán o replicarán los ya conocidos. Gracias a estas ediciones podemos hurgar con seguridad en nuestra tradición narrativa y se podrá andar con paso firme porque en su hechura no ha habido trampa, menos zancadilla, aunque sí una que otra omisión. Como bien sabemos, ninguna antología es libre de imperfecciones.

Pero ¿qué pasa cuando las imperfecciones vienen teñidas del tufillo del sentimiento menor? ¿Cómo es posible que se malogre un documento oficial por el mero hecho de cimentar una posición (extremadamente) personal? Estas son dos de las muchas preguntas que me formulé luego de una revisión exhaustiva de El Cuento Peruano 2001 – 2010, que fue presentado con mucho éxito en la última edición de la Feria Internacional de Libro. Digo revisión porque solo me faltó conocer diez cuentos de los sesenta y nueve incluidos, y, claro que sí, el bendito prólogo.

 

LA SELECCIÓN

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Desde antes de su publicación se decía que estos dos volúmenes de la antología venían con el aura de la polémica. Se hablaba de los grandes excluidos, la mayoría narradores centrales como Fernando Ampuero, Carlos Calderón Fajardo, Guillermo Niño de Guzmán, Alonso Cueto, Óscar Colchado, Augusto Higa, Rodolfo Hinostroza, Fernando Iwasaki y Edgardo Rivera Martínez. Con suma facilidad se afirmaba que González Vigil había cometido un abuso de autoridad al excluirlos, cuando lo que realmente hizo fue morir en su ley: el criterio de selección es el mismo de las dos últimas ediciones de El Cuento Peruano, es decir, no convocar autores que hayan sido parte de la antología oficialista, a menos que el autor haya publicado un cuento que sea una obra maestra o ganado un Copé. Así de exigente era el asunto.

El prólogo, en estructura, es igual, aunque con ciertos matices, al del periodo anterior. Pero ahora nuestro crítico en vez de poner en el asador su capacidad, privilegia una rabia que no le conocíamos, una rabia que no pensé que fuera tan determinante no solo para la selección, sino para el espíritu de la antología como tal. El prólogo debe iluminar la selección de voces y el periodo que aborda, pero lo que el crítico hace ahora es tomar partido por un determinado grupo de narradores, algo que, más allá de si exhiben o no calidad literaria, deforma el carácter documental de la publicación.

González Vigil personaliza innecesariamente su postura (extremadamente personal), tal y como lo podemos leer en la página 17, en donde es evidente el dardo dirigido, se deduce por descarte, a Alonso Cueto e Iván Thays. Me explico: Si mencionas a todos los narradores que desde los noventa vienen gozando de un justo reconocimiento internacional, a los puritos que lo consiguieron en buena lid, cosa que así refuerzas el puntillazo a los narradores “claramente inferiores”, pero si en esa lista incluyes a Santiago Roncagliolo, cometiendo así un soberano acto de incoherencia ética, porque todo prólogo es también una posición ética, pasando por alto el escándalo generado a razón de Memorias de una dama (¿o nuestro crítico no tiene la más mínima idea de lo que pasó?), entonces la queja queda sin sustento, porque el mentado escándalo grafica en buena medida lo que supuestamente se pretende poner en evidencia: a los narradores beneficiados por el mercado y que hacen lo que sea con tal de conseguir el reconocimiento inmediato, atentando contra lo literariamente valioso. Este es uno de los puntos que me hacen pensar en que nuestro literato escribió su prólogo no enfocado en la riqueza literaria de sus más de cincuenta seleccionados, sino en un innecesario ajuste de cuentas con Cueto y Thays. Por un momento creí que leía un párrafo, pero bien escrito, de la sección Espectáculos de El Trome. Es triste pues que las páginas sagradas de la antología de la República Letrada sean escenario de una guerrita que muy bien debe acaecer en una publicación fugaz.

Se pasa revista a la polémica más sonada de los últimos años: la de los escritores andinos y los escritores criollos. En un punto estoy de acuerdo: esa polémica fue un diálogo de sordos, en donde la discrepancia involucionó hasta el ataque personal cuando no se podía sostener una argumentación. Lamentablemente, lo ideal hubiese sido que se nos presentara un mosaico de lo que fue ese supuesto cruce de opiniones y no solo el punto de vista de uno de los bandos, tal y como figura en la Bibliografía Básica. Como ya lo indiqué, el prólogo de ahora y los dos anteriores de El Cuento Peruano guardan más de un vaso comunicante, pero el que nos compete hoy es excesivamente parcializado. No quiero que se piense que los prólogos de las antologías precedentes sean amables, en absoluto. González Vigil es amable solo en las reseñas, pero en los prólogos que le conozco siempre ha sabido sustentar como pocos una postura que no necesariamente contente al personal. En este sentido, barajo la idea de que se tenía otro prólogo y este que se nos presenta se coló a última hora. Texto agitado, como para la algarabía de la tribuna y las barras bravas, pero laxo, y si se me permite especular, motivado por los enconos que se arrastran de la mencionada polémica, enconos que aún no cicatrizan.

A más de uno le genera desazón la nula difusión internacional de los mayores narradores andinos y amazónicos, de igual modo ocurre con los autores descendientes de japoneses y chinos y también con aquellos que apuestan por poéticas atentas a “todas nuestra sangres”. Es por ello que resulta inconcebible que en plena era de la globalización las poéticas de Miguel Gutiérrez, Edgardo Rivera Martínez, Laura Riesco, Luis Nieto Degregori, Omar Aramayo, Róger Rumrrill, Antonio Gálvez Ronceros, Siu Kam Wen y Augusto Higa a las justas sean conocidas en los límites del Cercado de Lima. Pero este tipo de señalamientos, por más justos que sean, hay que hacerlos con cuidado, más aún cuando se viene con la pierna en alto. Basta la mención de un nombre que no ha demostrado el nivel literario que se requiere como para dejar este punto de vista en el aire. Y lo que se teme, ocurre, ocurre cuando nos topamos con los nombres de Marcos Yauri Montero y Dimas Arrieta, señores honorables pero con obras muy menores. Soy testigo de este contrabando y no tengo duda alguna en que quieren venderme sebo de culebra. Lamentablemente, este prólogo está infestado de autocabes y autogoles. Se ataca a las argollas, a las mafias literarias, a las migajas del mercado editorial para quienes no pertenezcan a los círculos de poder de los medios, pero se calla ante la otra argolla, la personal.

 

DE OMISIONES E INCLUSIONES

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En ningún momento se nos explica, como tiene que ser, las grandes características de la narrativa del periodo que se abarca. Es insuficiente que nos limitemos a las notas introductorias a los autores, que dejan por sentada la gran generosidad del crítico, en algunos casos excesiva, como para tener una idea de qué iba el asunto en esos años. Me hubiese gustado que se nos explicara en mayor detalle la injerencia de lo metaliterario y su casi inmediato desencanto entre los nuevos narradores peruanos, también sobre el repentino interés de las grandes casas editoriales en el tópico de la violencia política y, muy en especial, sobre la aparición de una nutrida camada de narradoras.

Recomiendo, de hecho, la lectura de la “Sección I: Etnoliteratura y Tradición oral”. Sin duda alguna, lo mejor de la publicación, en el que ha habido un evidente y responsable trabajo de búsqueda y selección y que solo en publicaciones como esta tenemos la oportunidad de conocer. Aquí se ha escogido muy bien, más aún, y tal y como se señala, cuando en el decenio anterior primaron trabajos teóricos “sobre la materia”. Es decir, de lo poco que hubo, se fue a lo seguro.

En la “Sección II: Narrativa de Ficción” se encuentra el núcleo del endiosamiento y repudio a González Vigil por parte de las plumas incluidas y excluidas. Como también ya dije, se nos advierte que no se iba a contar con autores que hayan integrado ediciones anteriores del Cuento Peruano, a menos que sus cuentos linden con la maestría, o que, en todo caso, hayan ganado un Copé. Bajo esta lógica, entonces queda únicamente justificado José de Piérola con Lápices, con el que ganó el Copé del 2000. No así los otros tres autores que repiten la convocatoria: Laura Riesco, Carlos Herrera y José Güich. Sin negar la destreza narrativa de estas plumas, los cuentos incluidos no alzan vuelo, más bien, y con todo el respeto que le tengo a la obra de Riesco, estorban, no marcan ninguna relevancia en la selección. Si alguien pensó que leería una obra maestra del relato breve, se llevará una no grata sorpresa, en vez de ellos, tranquilamente se pudo contar con otras voces, no necesariamente provenientes de las canteras del Cuento Peruano.

A esta sección le faltó una voz mayor en actividad, un referente inmediato en cuento. Algo así como un capitán. Es por ello que al equipo lo percibo acéfalo. Hace falta un caudillo. Alguien que ponga orden a tanto semillero. Obvio, se extraña la presencia de Niño de Guzmán y Calderón Fajardo, a quienes consideraba bolas fijas para esta edición. Sin embargo, a pesar de la ausencia de un gran referente, no se puede negar que están los que definitivamente tienen que estar (algunos ahora no tan jóvenes y otros que entraron al ruedo no siendo jóvenes): Carlos Yushimito, Jeremías Gamboa, Claudia Ulloa, Luis Hernán Castañeda, Alexis Iparraguirre, Marco García Falcón, Daniel Alarcón, Julie de Trazegnies, Karina Pacheco, Alina Gadea, Juan Manuel Chávez, Patricia Miró Quesada, Jorge Eduardo Benavides, Martín Roldán Ruiz, Yeniva Fernández, José Donayre, Richard Parra, Edwin Chávez, Leonardo Aguirre, Susanne Noltenius, Rossana Díaz, Lucho Zúñiga, Miguel Ruiz Effio, Gabriel Rimachi, Pedro Llosa, Juan Manuel Robles y varios más. De estos nuevos no tan nuevos, sin duda, quien se despunta es Alarcón con Ciudad de payasos. Sumemos también a Iparraguirre con El inventario de las naves, a Gamboa con La conquista del mundo y a Ulloa con Piscina. Las antologías me gustan también por el detalle de mostrarnos tapaditos a tomar en cuenta, es por eso que aplaudo la inclusión de Gabriela Caballero Delgado y Yuri Vásquez. Pues bien, a este grupo le faltan algunas plumas que merecieron una mejor consideración. Se debió contar con un cuento de la narradora peruana que más ha crecido, Jennifer Thorndike, pero ante todo me parece imperdonable no haber reparado en la ausencia clamorosa de Juan Carlos Bondy. Por naturaleza, las antologías son imperfectas, pero en algunos casos ciertas ausencias resultan imperdonables y Bondy sí representa una ausencia imperdonable. Por él, bien se pudo mandar a la suplencia, y lo digo con mucho respeto a la persona y guiado solo por lo que he leído de ella, a José Antonio Galloso, Katya Adaui, Max Palacios, Gustavo Rodríguez, Arrieta, Paul Alonso, Dany Salvatierra, Christian Reynoso, Johann Page… Ahora, el caso de Julia Chávez Pinazo me desconcierta, puesto que es una autora sin libro publicado, su lugar muy bien pudo ser ocupado por otra pluma. No se puede ser tan temerario. Y González Vigil lo fue porque no se dio cuenta de que esa inclusión echa por los suelos sus criterios de no incluir a destacados narradores aparecidos en las otras ediciones de El Cuento Peruano.

Por más que se explique y justifique en la introducción de César Gutiérrez, y por más vueltas conceptuales que he tenido al respecto, no entiendo la razón por diferenciar el relato El Skyline de Dante de los demás. Pues bien, en vez de un solo texto en el “Bonus Track” (debió ser “Bonus Tracks”), me hubiese gustado que se cuente también con un gran prosista, secreto y talentoso e injustamente ninguneado: Christopher Van Ginhoven, cuya novela La evasión cumple en buena medida con los criterios aplicados al autor de Bombardero.

Pese a los reparos señalados, sería inútil, por no decir mezquino, no calificar El Cuento Peruano 2001 – 2010 como una de las publicaciones más importantes del 2013, a lo mejor sea la más importante por su aliento y voluntad documental. No hay que obviar la realidad: estamos ante la Historia Oficial, las páginas sagradas de un periodo de nuestra tradición narrativa, una Historia que definitivamente debemos valorar conociéndola.

 

 

 

*Gabriel Ruiz Ortega nació en Lima, en 1977. Es autor de la novela La cacería (2005) y hacedor de tres antologías de narrativa peruana última: Disidentes (2007), Disidentes 1. Antología de nuevas narradoras peruanas (2011) y Disidentes 2. Los nuevos narradores peruanos 2000 – 2010 (2012). Es librero de Selecta Librería  y administra el blog La Fortaleza de la Soledad.


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